En el borde del bosque vivía una niña que todos creían frágil solo porque era callada.
Nadie sabía que el silencio no era debilidad, sino aprendizaje.
La casa donde creció no tenía cerraduras. No porque confiaran en el mundo, sino porque nunca pensaron en protegerla. Le dijeron que el peligro venía de afuera, del bosque, de los extraños. Nunca le hablaron del monstruo que sabía su nombre.
El monstruo no tenía forma fija.
A veces era una sombra larga que se estiraba demasiado.
A veces era una voz suave que decía: no tengas miedo.
A veces era alguien que los demás llamaban familia.
El monstruo no rugía.
No dejaba marcas visibles.
No rompía cosas.
Entraba despacio.
La primera vez que cruzó el umbral de su cuarto, el aire cambió. La niña no entendió qué pasaba, solo supo que algo invisible se le posó encima del pecho, robándole el aliento. El monstruo no atacó como en los cuentos. No usó fuerza. Usó confusión.
Y eso fue peor.
Cuando se fue, dejó algo atrás.
No era sangre.
No era dolor inmediato.
Era la sensación de que su cuerpo ya no era completamente suyo.
El monstruo regresó.
No siempre.
No de la misma forma.
Nunca cuando alguien más miraba.
Y cada vez que aparecía, la niña aprendía algo nuevo:
a quedarse quieta,
a desaparecer sin moverse,
a salir de su cuerpo mientras este se quedaba atrás.
Ese fue su verdadero poder:
enseñarle a romperse sin hacer ruido.
La niña quiso hablar una vez. Abrió la boca, pero las palabras no salieron. Porque el monstruo había sembrado una idea profunda como una raíz negra: si hablas, será peor.
Así que no habló.
Y nadie preguntó.
Con el tiempo, la niña empezó a sentirse hueca. Caminaba, comía, reía cuando debía, pero algo dentro de ella se había quedado atrapado en el bosque. El monstruo ya no siempre venía en forma de sombra; ahora vivía en su piel.
Vivía en el rechazo a los abrazos.
En el miedo a las manos ajenas.
En la vergüenza sin nombre.
Vivía en la culpa, esa mentira cruel que el monstruo dejó como regalo final.
Cuando creció, nadie vio a la niña rota. Vieron a una joven funcional. “Fuerte”, decían. No sabían que la fuerza era solo resistencia aprendida. Que su cuerpo era un campo de batalla abandonado, lleno de ruinas que nadie quiso explorar.
El monstruo ya no la visitaba.
No hacía falta.
Ahora ella llevaba la puerta abierta por dentro.
Había noches en que soñaba que el bosque la llamaba. Que el monstruo seguía ahí, observando, esperando que bajara la guardia. Y despertaba con el corazón acelerado, convencida de que nunca estaría a salvo del todo.
Porque el monstruo no se fue cuando terminó el abuso.
Se convirtió en miedo.
En desconexión.
En odio hacia su propio cuerpo.
Se convirtió en una voz que decía: algo en ti está mal.
La niña —ya no tan niña— nunca derrotó al monstruo.
Nunca recibió justicia.
Nunca fue rescatada.
Pero tampoco murió.
Siguió caminando con la herida abierta, aprendiendo a vivir con un bosque dentro del pecho. A veces se odiaba por no estar entera. A veces se preguntaba quién habría sido si el monstruo nunca hubiera aprendido su nombre.
Y aunque el cuento no termina con luz, hay algo que el monstruo nunca logró quitarle del todo:
La certeza, muy profunda, muy silenciosa,
de que lo que ocurrió no la definió,
aunque la haya marcado.