Estaba sentado bajo la frondosa planta de mango, el viento movía mi pelo y las aves alrededor cantaban alegremente, ajenas a la tormenta que experimentaba en mi interior.
Siempre tuve miedo a lo que estoy experimentando ahora, pero una parte de mí, en vez de sentir ese pánico, lo sentí como liberación.
Les cuento, meses atrás vivía en un barrio cerrado de Luque, en una casa enorme con mis tres hermanos y mis padres.
Mi rutina diaria consistía en levantarme de la cama, en mirar por los amplios ventanales de vidrio, suspirando: un día más que puedo guardar ese secreto y estoy con mi familia.
Luego bajaba a desayunar.
María me preparaba un desayuno simple, pero me gustaba así: café negro italiano fuerte de Café Martinez con tostadas y queso fundido, sin lactosa.
En la mesa, mi padre me dirigía una mirada inquisitiva.
—Ya tienes 25 años, hasta ahora no has presentado a ninguna chica. ¿O me dirás que eres puto?
Ay de aquella palabra, cómo duele, como si decirlo pudiera cambiar algo, pero aún no terminé mi carrera y dependo de ellos, así que toca buscar una excusa.
—Papá, quiero terminar mi carrera y salir con una mujer en la que pueda confiar, pero necesito tiempo y dinero.
—Tonterías, Luis Fernando, te he dado una tarjeta de Weno para que puedas gastar, no soy un miserable.
Mamá, como siempre, callaba y revolvía su té con nerviosismo.
Mi hermano Luis intervino con malicia.
—En toda familia debe haber un puto, supongo que en la nuestra es él.
Marina intervino.
—Déjenlo en paz. A quién le importa con quién coje.
Mamá dirige hacia ella una mirada dura. —Esa boca, hija.
Ella solo sonríe y lame la tapa del yogurt con cereal que estaba consumiendo.
Desayuné lo más rápido que pude, tomé mi mochila que ya tenía preparada y salía casi volando de la casa. Sabía que cuando llegue a oídos de mi padre, yo no viviría más en esa casa.
Mentalmente ya me había desconectado de ellos, solo mamá notaba mi presencia para bien.
Y antes de salir me dijo:
—Ponte protector solar. Eras muy blanco y en nuestra familia el cáncer aparece con frecuencia.
—Gracias, mamá.
Salí rápidamente hacia la casa de mi alumno. El muchacho estaba determinado en ingresar a Medicina, así que estudiábamos por horas física.
El dinero que ganaba con él y el que me daba papá, los iba guardando en una cuenta de cooperativa, gastaba lo mínimo; porque había señales de que las cosas irían mal cuando mi familia se entere.
"Prefiero dispararme a las bolas, que tener un hijo gay" decía papá.
"Es antinatural" según mamá.
Y mi hermano hacía chistes sobre la comunidad.
En uno de estos días que enseñé a Manuel, así se llama mi alumno, vi que el barrio era nuevo, aún lleno de plantas, con lotes en venta y muchos patios baldíos.
Era uno de esos lugares cercanos a la ciudad que cuando ingresas se siente una sensación refrescante en medio del calor de mierda del país, se escuchaba además el canto de diversas especies de aves de entornos rurales y algunas luciérnagas se veían al atardecer.
Por curiosidad, un día de estos fui a una de las casas que estaba en alquiler, cercana a mi alumno, así como a mi facultad.
Me enamoré del lugar, no porque fuera lindo, sino que muchas personas estaban comenzando a construir sus casas.
Mi abuela me decía que ella empezó desde cero, en un lugar nuevo, ahora se convirtió en uno de los polos de desarrollo de la ciudad. Sueño en tener algo como eso, por ahora solo me conformaré en vivir en un alquiler.
Pero había algo más, el lugar serviría como refugio cuando aquello a lo que temo se haga realidad.
Ese día llegó más rápido de lo que pensé.
Al llegar a casa ese día, todos estaban reunidos en la sala, la única que estaba parada era mi tía, que me miraba con una sonrisa ladina.
Pude leer en sus rostros que lo sabían, sentía el desprecio, la decepción; tampoco es que tuviera demasiado cuidado.
Luego comenzaron los gritos y reproches, estaba tan agotado. Hace mucho tiempo que emocionalmente los abandoné, se comportaron exactamente como lo esperaba.
Solo percibía sus rostros enrojecidos, el movimiento exagerado de las manos, la satisfacción en la cara de mi tía, el llanto de mi madre.
Subí corriendo a mi habitación y saqué las maletas. Ya las tenía preparadas. Entre tantas palabrerías, también estaba "Ya no eres bienvenido en esta casa".
Minutos después bajé lentamente con ellas, no dije nada. No hice escándalo, ni les reproché nada.
Llegué a la sencilla casa, era muy extraña. Supongo que cada casa cuenta una historia.
Todas las puertas estaban hechas de hierro, excepto la de enfrente que era de vidrio. Era pequeña, nada que ver con la que habitaba. ¿Pero para qué necesitaría tantas habitaciones?
Tiré mis maletas descuidadamente dentro de la casa.
Saqué una jarra de vidrio que abuela me regaló, una guampa y yerba que compré en el camino.
Preparé el tereré y fui a sentarme en una silla de plástico rojo.
Esa tormenta en mi interior fue calmándose al ver la tranquilidad del lugar. Nadie estaba en la calle, solo los pájaros cantando. Además sabía lo que pasaría o tal vez eran tantas las emociones que debía procesar, que no sentía nada. Solo una extraña calma.
Así que recosté mi espalda contra el mango.
Puse boca abajo mi celular que se iluminaba y vibraba como si estuviera poseído.
Cerré los ojos y sentí ese aire frío y cargado con el aroma de flores silvestres acariciar mi rostro.
Y sentí paz.
No hubo venganzas, o desesperación.
Solo la culminación de algo inevitable.
Pero ya no lo esperaba ansioso.
Ahora solo podía ser.