La lluvia caía como si alguien hubiese roto el cielo en pedazos.
Ella corrió bajo la tormenta hasta refugiarse bajo el alero del viejo local cerrado. Pensó que estaba sola… hasta que una mano apareció a su lado, apoyándose en la pared, bloqueando parte del viento.
Él.
El chico al que llevaba evitando semanas.
Demasiado cerca. Demasiado tranquilo. Demasiado consciente del efecto que causaba.
—Estás empapada —murmuró, y su voz baja vibró entre las gotas.
Ella intentó hacerse a un lado, pero él inclinó un poco la cabeza, lo justo para que su aliento rozara su mejilla fría.
La distancia entre ellos era mínima, peligrosa, como un cable pelado.
—No te vayas —dijo él, mirándola fijamente—. Cuando escapás… me da más ganas de encontrarte.
El corazón de ella dio un salto brusco.
La lluvia, el encierro, la respiración compartida… todo ardía sin tocarse.
—Estás muy cerca —susurró ella, intentando sonar firme.
Él sonrió, lento, confiado, con esa actitud que enciende más de lo que apaga.
—Si estuviera más lejos, no sería divertido.
Sus dedos rozaron apenas su muñeca. Un contacto mínimo, accidental… pero suficiente para encender todo.
La tensión era tan densa que casi podía verse en el aire, como vapor.
No hubo beso.
No hizo falta.
A veces lo más caliente es lo que queda en pausa, temblando a un milímetro de ocurrir.
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