Nunca pensé que el amor pudiera sonar como una canción a medio volumen, ni sentirse como el golpe suave del bajo contra el pecho. Pero aquella noche, en el estudio de danza, lo entendí.
El suelo olía a resina y esfuerzo, las luces blancas reflejaban el sudor en los espejos, y el mundo, por fin, estaba en silencio.
Bailar era lo único que me hacía sentir viva. Desde niña soñaba con los escenarios, con ese momento en que la música se apaga y todos aplauden, y tú sabes que cada caída, cada ampolla y cada lágrima valieron la pena. Yo vivía para eso, para ese instante.
No había espacio en mi vida para distracciones, ni para promesas dulces. Solo para la danza.
Hasta que él llegó.
Apareció una tarde cualquiera, con la mochila medio rota y la mirada perdida, como si hubiera tomado el camino equivocado. La maestra lo presentó como el nuevo alumno. No supe su nombre hasta días después. Se movía torpe, fuera de ritmo, pero había algo en él que no podía dejar de mirar. Tal vez era la forma en que no se rendía. Cada error lo empujaba más. Cada caída lo hacía quedarse más tiempo.
Decía que no sabía qué hacía allí, que se había metido por accidente, que buscaba “algo que le hiciera sentir”. Yo fingía no escucharlo, aunque cada palabra se me quedaba clavada.
La música empezó a unirnos sin permiso.
Él siempre elegía la misma canción para practicar: Baile Inolvidable. Decía que no entendía por qué, pero que esa canción lo hacía cerrar los ojos y moverse, aunque no supiera bailar.
Yo lo miraba desde el espejo, pretendiendo que no me importaba, hasta que un día, la maestra decidió ponernos juntos.
“Dueto”, dijo.
Mi peor pesadilla y, al mismo tiempo, lo único que deseaba sin admitirlo.
La primera vez que bailamos, todo salió mal. Se adelantó, me pisó, me soltó la mano. Yo lo regañé, él se rió.
La segunda vez, me volvió a pisar.
La tercera, ya no importó.
Porque en algún momento, entre tropiezos y miradas, el error se volvió danza.
Su torpeza tenía ritmo.
Su respiración marcaba los tiempos.
Y mi corazón, por primera vez, perdió el compás.
Él empezó a mejorar. Ya no era solo un chico perdido: se estaba encontrando en la música. Me confesó que nunca había tenido un sueño, que solo iba viviendo sin rumbo, pero que bailar con conmigo le hacía querer algo.
Y eso me asustó.
Yo no podía enamorarme. No ahora. No cuando estaba tan cerca de mi audición, de la beca, del futuro que había construido paso a paso. Pero cada vez que él me sonreía, todo lo que creía seguro se desarmaba como papel bajo la lluvia.
Llegó el día de la audición.
Yo debía brillar sola. Pero en mi mente seguía escuchando su voz, su risa, su respiración detrás de la música.
Cuando salí al escenario, lo vi entre el público. No dijo nada. Solo asintió, como si me dijera “hazlo”.
Y bailé.
Bailé como nunca antes.
Bailé como si el mundo fuera él.
Como si cada paso fuera su nombre.
Cuando terminó, supe que había ganado. La beca, sí. Pero también algo más.
Me bajé del escenario y corrí hacia él. No me importaron los jueces, ni los aplausos.
Nos encontramos en medio del pasillo del teatro, entre luces apagadas y murmullos.
No hubo palabras. Solo un abrazo, luego un beso.
Y la canción sonando de fondo.
“Y fuiste tu mi baile inolvidable…”
Después la vida siguió.
Me fui a otra ciudad, a otra academia, a otro futuro.
Él siguió en la suya, haciendo música, bailando a su manera. A veces nos escribíamos, a veces no.
Pero cada vez que escucho esa canción, cada vez que cierro los ojos y dejo que el cuerpo recuerde, siento su mano otra vez en la mía.
Y entiendo que hay amores que no duran para siempre, pero se quedan bailando contigo, dentro, aunque el mundo cambie.
Porque no todos los bailes se repiten.
Algunos solo pasan una vez,
y son inborrables.
No sé cuando nos volvamos a ver; Solo se que el fue "Mi Baile Inolvidable "