El verano llegó como una respiración tibia sobre el pueblo, envolviéndolo en un silencio dorado. Los días eran largos, las calles olían a pan recién hecho, y el río, siempre sereno, llevaba en su corriente el rumor de algo que aún no tenía nombre.
Lucía lo vio por primera vez una tarde cualquiera, mientras el sol se derramaba sobre los tejados y las cigarras llenaban el aire con su música invisible. Él estaba sentado bajo el viejo sauce, con un cuaderno en las rodillas y los ojos perdidos en el horizonte. No sabía quién era, pero algo en su quietud le resultó familiar, como si lo hubiera soñado antes.
Durante días, pasó por allí solo para verlo. No se atrevía a hablarle. Le bastaba con saber que existía. A veces él levantaba la vista y ella fingía mirar las nubes; otras, él sonreía levemente, como si reconociera en su presencia una promesa antigua.
Se llamaba Elías. Lo supo por la voz del viento, o tal vez porque una tarde, mientras él se levantaba del césped, una hoja cayó de su cuaderno y ella la recogió. En la esquina estaba escrito su nombre, en letras pequeñas, suaves, temblorosas. Abajo, un verso:
> “Hay silencios que se parecen a ti.”
Lucía guardó aquella hoja como quien guarda una flor recién cortada.
El primer encuentro real fue una coincidencia inventada por el destino. Ambos llegaron a la librería del pueblo al mismo tiempo, buscando el mismo libro: Cien años de soledad. Cuando sus manos se rozaron sobre la tapa amarilla, el mundo pareció detenerse.
—Puedes quedártelo —dijo él, con una sonrisa que tenía la serenidad del río.
—No, tú estabas antes —respondió ella, sin poder apartar la mirada.
Y en ese instante, comprendieron que nada volvería a ser igual.
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Desde entonces, los días comenzaron a tener otro color. Caminaban juntos por el sendero del río, hablaban de libros, de música, de los sueños que no se atreven a decirse en voz alta. A veces no hablaban en absoluto: solo se miraban, y el silencio era más elocuente que cualquier palabra.
Elías le contaba que escribía poemas pero no se atrevía a mostrarlos. Lucía, que pintaba, pero nunca terminaba sus cuadros. Los dos compartían una misma timidez ante la belleza: ese miedo de que, al mostrar lo que uno ama, el mundo pueda romperlo.
—¿Por qué escribes? —le preguntó ella una tarde.
—Porque hay cosas que no se pueden decir de otra manera —respondió él.
Lucía sonrió.
—Entonces somos iguales. Yo pinto por la misma razón.
Él la miró como si acabara de descubrir un reflejo propio en otra alma.
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El verano siguió su curso. Los días eran cada vez más lentos, como si el tiempo se negara a avanzar cuando estaban juntos. Hablaban bajo los álamos, caminaban descalzos por el río, se reían por cosas pequeñas: un pez saltando, una hoja cayendo, una nube con forma de corazón.
Una noche, cuando el cielo estaba limpio y las estrellas parecían respirar sobre ellos, Elías le pidió que cerrara los ojos.
—¿Qué ves? —le susurró.
—Oscuridad —respondió ella.
—No. Escucha. Detrás de la oscuridad hay algo.
Lucía esperó. Y entonces lo oyó: el murmullo del viento, el sonido del agua, el pulso de la tierra.
—Es la luz —dijo él.
—Pero la luz no se oye.
—A veces sí. Cuando alguien la mira desde el alma.
Ella abrió los ojos y lo miró, y en ese instante supo que se estaba enamorando.
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Los días siguieron cayendo uno tras otro, suaves como pétalos. Lucía empezó a pintar de nuevo. En sus lienzos aparecían paisajes azules, manos entrelazadas, miradas que parecían hablar. Elías escribió un poema que tituló Donde nace la luz. No se lo mostró, pero ella lo intuyó: lo veía en su forma de mirarla, en sus silencios.
Pero el tiempo, ese ladrón invisible, ya comenzaba a deshacer el verano. Una tarde, bajo el mismo sauce donde todo empezó, Elías le dijo que debía irse. Su padre había conseguido trabajo en otra ciudad, y se mudarían antes de fin de mes.
Lucía no dijo nada. Solo lo miró, intentando grabar cada detalle: su voz, su respiración, el leve temblor de sus manos.
—Prométeme que escribirás —dijo al fin.
—Te lo prometo —respondió él—. Pero si un día no llegan mis cartas, búscame en tus pinturas. Siempre estaré allí.
Se abrazaron largo rato. El río, cómplice, siguió su curso sin detenerse.
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Elías se fue una mañana gris. El autobús se perdió entre la niebla, y con él, la risa de los días felices. Lucía volvió al sauce, se sentó con su cuaderno y empezó a pintar. Pintó el río, el cielo, la luz de sus ojos. Pintó la espera.
Durante meses, las cartas llegaron puntuales. En cada una, un poema.
> “Te escribo desde la lluvia,”
“Te sueño entre las hojas,”
“Tu nombre es la raíz de mi voz.”
Lucía respondía con dibujos, con líneas que eran caricias, con colores que decían lo que las palabras no podían.
Pero un día las cartas dejaron de llegar. Primero una semana, luego dos, luego un mes. El silencio creció como una sombra.
Lucía siguió pintando. Cada cuadro era una forma de llamarlo. A veces lo veía en los sueños: caminando sobre el agua, con el cuaderno en la mano. “Estoy aquí”, decía su voz, pero al despertar, el aire estaba vacío.
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Pasaron los años. El sauce envejeció, el río cambió su curso, y Lucía aprendió a vivir con la ausencia como quien aprende a respirar bajo el agua. Se convirtió en una pintora conocida; sus obras se exponían en ciudades que nunca había visitado.
Pero en todas, había siempre un mismo motivo: un muchacho bajo un árbol, escribiendo junto al río.
Una tarde, en una galería de la capital, una mujer se acercó a ella.
—Sus cuadros me recuerdan a alguien —dijo—. A un poeta que conocí hace tiempo. Se llamaba Elías Montenegro.
Lucía sintió que el corazón le temblaba.
—¿Dónde está? —preguntó.
La mujer bajó la mirada.
—Murió hace tres años. Un accidente. Pero antes de morir publicó un libro de poemas. Se llama Donde nace la luz.
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Esa noche, Lucía no durmió. Buscó el libro y lo leyó despacio, como si cada palabra fuera una respiración que regresaba del pasado. En la dedicatoria, había una frase que la hizo llorar:
> “Para Lucía, que me enseñó a escuchar la luz.”
Las lágrimas cayeron sobre las páginas, borrando algunas letras, pero no el sentido. Cerró el libro y lo sostuvo contra el pecho.
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Pasó el tiempo. Lucía envejeció con la misma serenidad con la que había amado. Cada año, el día en que Elías se fue, volvía al sauce. Ya no pintaba tanto, pero seguía mirando el río.
Una mañana, muy temprano, se quedó dormida junto al agua. Cuando despertó, el sol estaba naciendo. El aire olía a pan y a verano, como aquel primer día.
Entonces lo vio. Elías, de pie frente a ella, con el cuaderno en las manos, tal como lo recordaba. No era un sueño. O tal vez sí, pero los sueños también son una forma de existir.
—Te esperé —dijo ella.
—Y yo volví —respondió él—. La luz nunca muere, Lucía. Solo cambia de sitio.
Ella sonrió. El río reflejaba el cielo, y por un instante, ambos parecieron confundirse con la corriente, como dos destellos que regresan al origen.
Desde entonces, dicen que cuando el sol cae sobre el agua del río, se ven dos sombras jóvenes caminando de la mano, bajo el viejo sauce.
Y en el viento, una voz susurra:
> “Hay silencios que se parecen a ti.”