Yuki tenía veintitrés cuando lo conoció en la biblioteca de la universidad. Dmitri, veintinueve, profesor visitante de literatura rusa, se agachaba torpemente para alcanzar los libros en los estantes inferiores que Yuki revisaba con facilidad.
—Déjame ayudarte —murmuró Yuki en inglés, entregándole un Dostoievski.
Dmitri sonrió, y algo en su aroma a pino invernal hizo que las rodillas del omega temblaran. No era su celo —faltaban semanas— pero su instinto reconoció algo inevitable.
Durante meses bailaron alrededor del protocolo. Dmitri mantenía distancia respetuosa, consciente de las miradas que seguían al omega delicado junto al alfa que parecía una montaña. Yuki, acostumbrado a que lo subestimaran por su estatura, encontró refugio en cómo Dmitri lo escuchaba: inclinándose completamente, como si sus palabras fueran lo único que existía.
La noche que Yuki presentó su tesis, Dmitri esperaba afuera con flores de cerezo imposibles de conseguir en Moscú.
—¿Cómo...? —preguntó Yuki, inhalando el aroma que le recordaba a casa.
—Volé a Japón ayer —admitió Dmitri—. Necesitaba que supieras que... que cruzaría cualquier distancia.
Yuki se empinó —incluso con tacones apenas alcanzaba su pecho— y Dmitri se arrodilló en la nieve sin pensarlo.
Cuando sus labios se encontraron, ambos supieron: el destino no medía estaturas, solo la profundidad de dos almas que finalmente se reconocían.