Lara siempre creyó que la felicidad era algo que se construía paso a paso.
Tenía un trabajo estable, una pareja a la que amaba, una rutina que la hacía sentir segura.
Cada mañana se miraba al espejo y se repetía: “Estoy donde debo estar.”
Hasta que un día, todo cambió.
El trabajo que tanto había cuidado desapareció con un correo seco y sin despedidas.
Su pareja, el hombre con quien imaginaba un futuro, decidió marcharse “para encontrarse a sí mismo”.
Y de pronto, la vida que conocía se desarmó en mil pedazos.
Las primeras semanas fueron un abismo.
Despertaba tarde, no respondía mensajes, no quería hablar con nadie.
Comía lo justo, dormía mal, lloraba sin razón.
A veces miraba el techo y pensaba que no tenía fuerzas para volver a empezar.
Sentía que todos avanzaban menos ella.
Pero una tarde, en medio de esa niebla emocional, decidió salir a caminar.
No buscaba nada, solo necesitaba respirar.
Las calles seguían siendo las mismas, pero ella ya no.
Y cuando pasó frente a una vidriera, se vio reflejada: el pelo revuelto, los ojos cansados… pero dentro de ellos había algo que aún brillaba.
Fue un instante, apenas un destello. Pero fue suficiente.
Ahí comprendió que seguía viva.
Que si la vida la había tumbado, también le estaba dando la oportunidad de levantarse diferente.
Esa noche, encendió una vela y abrió una libreta vieja.
Escribió una lista de cosas que siempre había querido hacer y nunca se había animado:
— Empezar un emprendimiento propio.
— Volver a cocinar.
— Dejar de vivir para cumplir expectativas ajenas.
— Elegirse, aunque doliera.
A la mañana siguiente, sin pensarlo demasiado, horneó unos postres caseros.
Los subió a las redes, con la poca confianza que le quedaba.
Pasaron días sin ventas, pero no se rindió.
Aprendió a sacar fotos, a escribir textos bonitos, a contar su historia sin vergüenza.
Y de a poco, la vida empezó a responderle.
Un pedido, luego otro.
Una vecina que recomendó sus frascos, una amiga que compartió su publicación.
Así, sin darse cuenta, su cocina se convirtió en su taller, y su proyecto, en su motor.
Hubo días difíciles, claro.
Momentos en los que sintió que nada valía la pena, en los que pensó volver atrás.
Pero cada vez que el miedo la visitaba, recordaba algo que había leído una vez:
“A veces, lo que se rompe no se pierde, se transforma.”
Y eso hizo Lara: transformó su dolor en impulso.
No volvió a ser la misma, pero tal vez eso era lo que necesitaba.
Pasó un año.
Ya no era la mujer que miraba el techo esperando respuestas.
Era una mujer fuerte, independiente, con sueños que ahora llevaban su nombre.
Su negocio creció.
Su sonrisa también.
Una tarde volvió a pasar por la misma vidriera.
Esta vez, el reflejo le devolvió otra versión de sí misma: una mujer segura, luminosa, con la mirada firme.
Y sonrió.
No porque su vida fuera perfecta, sino porque había aprendido que no necesitaba que lo fuera.
Entendió que la tormenta no había venido a destruirla, sino a despertarla.
Que a veces perderlo todo no es una tragedia, sino una invitación a comenzar de nuevo.
Y cuando alguien le preguntó cómo había hecho para salir adelante, respondió con una sonrisa tranquila:
— Me cansé de esperar que alguien me salvara. Un día entendí que la única persona capaz de hacerlo era yo.
Desde entonces, cada vez que la vida la pone a prueba, Lara se recuerda a sí misma aquella tarde frente a la vidriera.
Porque sabe que mientras quede una chispa de luz, siempre habrá forma de volver a encender el fuego.
💫 Mensaje final:
Todos pasamos por tormentas.
Algunas nos dejan heridas, otras cicatrices, pero todas traen una enseñanza.
No tengas miedo de empezar de nuevo: los comienzos que más duelen, suelen ser los que más nos transforman.