Despertó con el corazón acelerado, sin saber por qué.
Eran las 3:17 a. m., la hora en la que siempre se despertaba desde hacía semanas.
No había ruido. No había viento. Solo ese silencio espeso que parece tener peso.
Miró hacia el espejo frente a su cama. Siempre había estado ahí, desde que se mudó.
Pero esa noche, algo en él se sentía… despierto.
Se incorporó lentamente. Su reflejo la observaba, pero algo no encajaba.
El reflejo parpadeó antes que ella.
—No puede ser —susurró.
Encendió la luz. El reflejo seguía ahí, rígido, mirándola con una expresión que no recordaba tener.
Sonrió, forzada, intentando convencerse de que era solo el miedo.
El reflejo no sonrió.
En cambio, inclinó levemente la cabeza, con una lentitud antinatural.
Y sus labios —sus propios labios, en otro mundo— se movieron con un murmullo sin sonido.
Ella se acercó, temblando. Puso la mano sobre el cristal.
Y del otro lado, la otra ella la imitó con una sonrisa lenta, helada.
El espejo se empañó.
Aparecieron palabras, escritas desde dentro, como con un dedo invisible:
“Despierta.”
Ella retrocedió, tropezando con la cama. El aire era más pesado, como si la habitación estuviera respirando.
Miró hacia la puerta, pero estaba cerrada. No recordaba haberla cerrado.
Volvió la vista al espejo.
El reflejo ya no estaba.
El cristal solo mostraba su habitación vacía.
Respiró aliviada. Caminó hacia el baño, intentando calmarse.
Abrió la puerta, encendió la luz…
Y vio su cama reflejada en el espejo del baño.
Vio a alguien dormido en ella.
Vio su propio cuerpo.
Y en ese instante entendió:
ella nunca se había despertado.
Era el reflejo quien llevaba días tratando de salir.