En el callejón más sombrío de la ciudad habitaba una pequeña gata blanca con ojos azules y nariz rosa, de patitas cortas y visiblemente mal alimentada. La acera cercana estaba siempre atestada de parejas enamoradas, y la gata, tierna y cariñosa, era a veces alimentada por alguna de ellas.
Un día, un niño extraviado la encontró.
—¿Estás sola? ¿Dónde están tus padres? —preguntó Daniel.
La gata ronroneó, mirándolo con una tristeza que parecía entender.
—¿No tienes?... No te preocupes. Cuando mi mamá venga, le diré que te lleve a casa conmigo.
—Miau —respondió la gata, sin comprender las palabras del niño.
De pronto, una voz ansiosa gritó a la distancia: "¡Daniel! ¿Dónde estás?... ¡Daniel!"
—¡Oh, es mi mamá! —dijo el niño con una gran sonrisa mientras salía del callejón.
La madre corrió y abrazó a su hijo. —¡¿Dónde estabas?! Desapareciste sin avisar. Me tenías tan asustada... ¡No lo vuelvas a hacer! —dijo entre sollozos.
—Lo siento, mamá. No quería preocuparte. Pero mira, encontré a esta gatita. ¿Podemos llevarla a casa?
—Solo si prometes no volver a perderte jamás —respondió ella.
—¡Sí, madre! —aceptó él riendo.
La gata no entendía la situación, pero se sintió dichosa al calor de unos brazos por primera vez.
Los años pasaron. La gata y el niño habían crecido. Él ya no era un niño, sino un apuesto joven de cabello castaño y ojos color esmeralda, y la gata se había convertido en una compañera grande y hermosa.
Era el primer día de clases en la universidad. Su madre iba de camino a recogerlo en coche cuando, de pronto, sufrió un accidente fatal. Daniel no vivía con su padre, quien estaba en el extranjero por motivos de trabajo, así que se quedó solo con la única compañía de su gata.
Fin