Era 31 de diciembre, y el cielo se incendiaba con luces falsas, fuegos artificiales que estallaban como promesas vacías. Las calles estaban llenas de risas y abrazos, pero él —Elías— caminaba solo.
Tenía diecinueve años, y parecía que llevaba una vida entera sintiendo demasiado.
El frío le mordía las manos, pero no tanto como el pensamiento que lo seguía desde hacía meses: ella no volvería.
Y si lo hacía, ya no sería la misma.
Ni él tampoco.
Elías había amado de una forma que no cabía en canciones ni en cartas. Había creído en el amor como quien cree en la eternidad, con la ingenuidad de los que todavía no conocen la decepción completa.
Pero cuando la perdió, entendió que hay amores que no te matan de golpe, sino que te dejan vivo por costumbre y muerto por dentro.
Durante meses siguió esperándola: frente al teléfono, frente a la puerta, frente a la idea de que quizás ella volvería a decirle su nombre con la misma ternura que antes.
Pero nada pasó.
Ni un mensaje.
Ni una mirada.
La vida siguió sin ella, pero él se quedó estancado en ese punto donde el tiempo se dobla: el momento exacto en que todo lo que eras se derrumba y lo único que queda en pie es el eco de su voz.
Esa noche, mientras el reloj se acercaba a las doce, la ciudad vibraba con un júbilo que no le pertenecía.
Las luces en los balcones titilaban como si el mundo entero estuviera celebrando algo que él no podía entender.
Elías se había prometido algo: a las 12:00 en punto, soltaría.
No sabía cómo se hace eso —cómo se suelta a alguien que vive en tu pecho—, pero iba a intentarlo.
Porque no quería entrar al nuevo año con el mismo peso que lo había hundido en el anterior.
Se sentó en el techo de su edificio, con una botella de agua y un papel arrugado en las manos.
Ahí, bajo un cielo que parecía llorar con luces artificiales, escribió:
> “Te amé con todo lo que fui.
Te esperé más de lo que debía.
Te soñé incluso cuando me dolía.
Pero esta noche, te dejo ir.
Porque seguirte recordando es morir de a poco.
Y yo quiero vivir.”
Sus dedos temblaban mientras doblaba el papel.
El reloj marcó 11:59.
El mundo contaba hacia atrás.
Diez.
Nueve.
Ocho.
Y él respiró hondo, con lágrimas que no sabía si eran de tristeza o de liberación.
Siete.
Recordó el primer beso.
Seis.
La risa de ella, el perfume, la promesa.
Cinco.
La noche en que le dijo adiós.
Cuatro.
Los mensajes sin respuesta.
Tres.
Los días en que se sintió invisible.
Dos.
El vacío.
Y entonces —
Uno.
Elías cerró los ojos y soltó el papel al viento.
No lo vio caer.
Solo sintió el aire llevárselo, como si el universo finalmente lo ayudara a desprenderse.
El silencio que siguió fue absoluto. Ni gritos, ni risas, ni fuegos artificiales podían competir con esa paz tan pura, tan nueva, tan suya.
Por primera vez en mucho tiempo, no dolía tanto.
El amor que había tenido lo había destruido, sí, pero también lo había construido de una forma más real.
Aprendió que amar no siempre significa quedarse, y que soltar no es rendirse: es sobrevivir con dignidad.
A las 12:05, mientras todos celebraban, Elías sonrió, apenas.
Una sonrisa pequeña, torpe, pero sincera.
Y en el reflejo del vidrio vio a un chico distinto.
No al que amó, ni al que perdió, sino al que por fin estaba regresando a sí mismo.
El viento seguía frío, pero ahora le sabía a libertad.
Con el paso de los meses, Elías no volvió a escribirle.
Tampoco la bloqueó —no hacía falta.
Simplemente la dejó de buscar en canciones, en rostros, en sueños.
Y cuando alguien nuevo apareció, no huyó.
Pero tampoco se lanzó de cabeza.
Aprendió a amar despacio, sin promesas que pesaran más que la realidad.
A veces, cuando llegaba diciembre, miraba el cielo y se reía solo.
Porque recordaba aquella noche, aquel minuto exacto en que el reloj marcó las doce y el universo se partió en dos: el antes y el después de soltar.
Y cada vez que alguien le preguntaba por qué odiaba las uvas o los brindis, él respondía con una media sonrisa:
> —Porque esa fue la noche en que aprendí que los finales también pueden ser hermosos.
Y así, entre el ruido de los fuegos artificiales, entre la gente que celebra y promete, hay un chico que una vez soltó el amor que lo derrumbó…
y encontró, sin buscarlo, algo mejor: la paz de no necesitar que alguien más lo salve.