Después de cuidar al presidente paralítico durante dos años, él se recuperó.
La primera cosa que hizo fue proponerle matrimonio a su primer amor, aquella que lo había dejado en el pasado.
Los medios decían que nunca se abandonaron y que finalmente lograron estar juntos.
Levanté la cabeza para mirar la transmisión en vivo de la propuesta de matrimonio en la gran pantalla de la plaza. Permanecí en silencio y tiré el anillo que tenía en el bolsillo a la basura.
La deuda que le debía, por fin ha sido saldada.
1
Toda la gente de la calle peatonal se detuvo, alzando la cabeza para mirar la propuesta de matrimonio transmitida en la pantalla gigante al aire libre. No era solo en ese lugar: en todas las pantallas grandes de la ciudad se reproducía la misma transmisión en directo.
La imagen era tan nítida que se podían ver claramente hasta las lágrimas brillando en los ojos de la protagonista.
La disposición del evento era, sin duda, obra de Eduardo D’andreiz. Durante los meses previos a su recuperación total, se dedicó a diseñar este escenario, se encargo personalmente de hasta el más mínimo detalle, incluyendo los fuegos artificiales.
En aquella época, él solía sostener mi nuca con sus dedos fríos y me preguntaba qué flor me gustaba.
Yo le respondí: jacinto.
Pero toda la escena de la propuesta en pantalla estaba rodeada de apasionadas rosas, y la mujer que estaba de pie allí no era yo, sino la expareja de Eduardo, la famosa diseñadora Irene.
Observé la escena con tranquilidad, justo cuando Eduardo, arrodillado, le ofrecía un anillo que brillaba como una estrella dentro de la caja de terciopelo negro.
Si lo comparaba con el anillo que tenía en mi bolsillo, el mío ni siquiera podía llamarse anillo.
A mi lado, las chicas gritaban con emoción:
—¡El presidente de la empresa D’andreiz, Eduardo, ese peinado le queda perfecto! No me extraña que antes le llamaran "el chico malo". Ahora ese chico malo ha caído finalmente.
—Dicen que en los dos años que Eduardo estuvo paralítico, Irene dejó todo para cuidarlo. ¡Un amor de ensueño, finalmente juntos!
Yo apreté en silencio mi muñeca; aún quedaban allí cicatrices grisáceas, recuerdo de cuando cuidé de Eduardo.
En esos días, Irene ya había roto con Eduardo y se había marchado a Milán para continuar sus estudios.
Alrededor, todos contuvieron la respiración. La propuesta había llegado a su momento más crucial.
Irene bajó la cabeza, mirando al joven arrodillado frente a ella, y entre sollozos, dijo:
—Sí, quiero.
El anillo resbaló por su dedo anular, Eduardo se levantó y la besó en los labios. En ese mismo momento, el cielo sobre toda la ciudad se llenó de fuegos artificiales.
Un despliegue que quizás toda la nación presenció, lo cual tenía sentido dado el carácter de Eduardo:
Cuando le gustaba alguien, quería que todo el mundo lo supiera.
La multitud se desbordó en alegría. La chica a mi lado estaba tan feliz que me apretó la muñeca, rebosante de emoción:
—¡Son la pareja perfecta, ¿no crees?!
Contuve el dolor en la muñeca y sonreí:
—Sí, son muy compatibles.
Ella reparó entonces en mi rostro pálido, soltó mi muñeca intentando disculparse, pero para entonces yo ya me había dado la vuelta y me alejaba en medio de la muchedumbre.
En la enorme pantalla detrás de mí, la pareja protagonista seguía besándose apasionadamente; la multitud gritaba y aplaudía su amor mientras el cielo se llenaba de luces.
De pronto, me detuve junto a un cubo de basura.
Me incliné para tomar aliento y, al incorporarme, saqué de mi bolsillo un anillo deslucido, demasiado grande y poco atractivo.
Afortunadamente, ya no tenía motivo alguno para conservarlo.
Lo arrojé a la basura y, por primera vez en mucho tiempo, me sentí realmente en paz.
Ni una sola lágrima cayó.
Desde ese momento,
La deuda con la familia D’andreiz y con Eduardo estaba completamente saldada.
2
Fui despedida de la empresa de la familia D’andreiz.
Antes tenía una oficina propia; ahora no solo no tengo oficina, ni siquiera un escritorio.
Recursos Humanos me entregó una caja de cartón:
—Belinda, aquí están todas tus cosas.
Me llevaba bien con todos en la empresa; la encargada bajó la voz y añadió:
—El señor Eduardo ordenó personalmente tu despido. La indemnización está en regla; será mejor que te vayas pronto.
Aún así, fue delicada con las palabras.
Supongo que la indicación real de Eduardo fue que me largara, recostado en su silla, indiferente, como si yo nunca hubiera importado.
Cargué con dificultad la caja y, al pasar por donde solía estar mi oficina, por fin supe quién era la nueva inquilina: la habían convertido en la sala de descanso de Irene. Bocetos y diseños se esparcían sin orden alguno.
En las paredes, las fotos cariñosas de Irene y Eduardo cubrían la antigua agenda repleta de tareas.
Bajé la mirada, y durante un momento, los nudillos que agarraban la caja se pusieron blancos.
Pronto me calmé.
Ya daba igual.
3
A la salida de la empresa, fui empujada por la multitud y caí al suelo, la caja se volcó y mis cosas se desparramaron por todas partes.
Había demasiada gente reunida; alguien con tacones me pisó la mano, doliendo intensamente.
Periodistas y curiosos se agolpaban y corrían hacia un mismo lugar. Aguantando el dolor, levanté la cabeza justo para ver aparecer a Irene del brazo de un hombre.
A Irene le encanta el color rojo; su vestido llamativo y su cabello oscuro destacaban. Sin embargo, el hombre a su lado era aún más llamativo. Eduardo, incomodado por tanta gente, apartó la vista con fastidio, pero aun así protegía cuidadosamente a la Irene que tenía entre sus brazos.
Los periodistas rodearon a Irene, acercándole micrófonos y lanzando preguntas una tras otra:
—Señorita Irene, el tema de la "propuesta del siglo" ha sido tendencia durante una semana. Como protagonista, ¿tiene algo que decir?
Irene sonrió radiante:
—Me siento afortunada. Durante los dos años más bajos de su vida, la persona que estuvo junto a él, siempre fui yo.
El joven maestro Eduardo siempre tuvo éxito, en la cima, pero solo tras el accidente que lo dejó paralizado, sintió el abandono de todos y experimentó la frialdad del mundo.
De todos, Irene era la menos autorizada a decir tal cosa: ella fue quien se fue en el primer avión disponible y lo dejó solo. Sólo yo quedé a su lado.
Mentiras tan evidentes, pero Eduardo las escuchaba alegremente, sin rebatir, incluso complacido.
Bajó los ojos, miró a Irene con ternura.
Los flashes se cruzaban, los reporteros capturaban el momento intenso en que los dos se miraban emocionados.
De repente, Eduardo giró la cabeza y, entre la multitud, me miró directamente a los ojos, con una mirada casi gélida.
Lo miré en silencio, le sonreí apenas, sentía una increíble ligereza.
Él frunció el ceño de manera instintiva.
En realidad, yo también me sentía afortunada de haberle acompañado en sus años más bajos.
Toda mi deuda de gratitud quedó saldada.
4
Esperé mucho tiempo un taxi que no llegaba. Me sentía débil por la hipoglucemia y me dolía el estómago, así que me agaché junto a la acera, sujetando el estómago.
La mano que me pisaron estaba hinchada y sangrando, el dolor era punzante.
Irene significaba algo especial para Eduardo.
Llevo años conociendo a Eduardo; desde niño fue el centro de atención, de adulto tuvo mil escándalos, pero la única novia que reconoció públicamente fue Irene.
Reencontrarse era de esperarse.
De repente sonó el claxon de un auto frente a mí; instintivamente levanté la cabeza y allí estaba Eduardo en su coche negro, con esa expresión indolente, los nudillos golpeando el volante.
—¿Otra vez dolor de estómago?
Mis pestañas temblaron.
Él se burló, con una mirada llena de desprecio y hastío:
—Te lo mereces.
Bajé la cabeza.
Repentinamente sentí como si hubieran pasado dos años, recordando cuando Eduardo me trataba así de mal.
Él decía que para alguien como yo, seguir viva ya era una bendición.
Solo ahora entiendo que su posterior ternura era fingida: tenía miedo de quedarse solo y que nadie más cuidara de él.
Decidí ignorarlo; oí el taconeo de Irene, que rodeó el coche y subió al asiento del copiloto, quejándose:
—Edu, llegué tarde. Demasiados periodistas. No debí dejarte partir antes, así podrías ayudarme a distraerlos.
Al abrocharse el cinturón, Irene me vio, su voz se truncó de repente y su rostro palideció.
Apresurada, instó:
—Edu, vámonos, nos retrasamos para la recepción.
Eduardo frunció el ceño sin querer.
A pesar del dolor, lo miré desafiante, convencida de que era nuestra última conversación:
—Vi la transmisión del compromiso. El lugar es aún más hermoso que los bocetos que hiciste… todo está perfecto, excepto que no son jacintos.
Pensé un momento y añadí:
—Les deseo una buena vida juntos.
Eduardo dejó de sonreír, su mano en la ventanilla se tensó tanto que los tendones se marcaron, como si no hubiera escuchado una felicitación.
Llevaba en esa mano el anillo de compromiso. Bajé la mirada y me perdí su reacción.
Irene lo calmó con voz suave:
—Edu, se hace tarde. No pierdas tiempo con gente que no importa.
Oí la fría voz sobre mi cabeza:
—Belinda, que no te arrepientas.
Esperó un momento; al no obtener respuesta, bufó, encendió el motor y se marchó con un acelerón.
Miré aturdida la parte trasera del coche negro.
Incluso si es una bendición, cuando sale de mi boca, Eduardo siempre se enfada, como si estuviera enfermo.
Pero yo no me arrepiento.
5
Tras tanta espera, el taxi no llegaba; ya había asumido mi suerte cuando el móvil vibró de repente.
Un mensaje breve: "¿Dónde estás?"
Dudé un poco y envié mi ubicación.
Media hora después, estaba en una furgoneta ejecutiva, algo rígida, con el joven frente a mí curando mis heridas.
Cristian levantó la mirada:
—¿Duele?
La tensión me hizo enderezarme, negué con la cabeza.
Cristian sopló frío sobre mi mano herida. Me estremecí y repetí:
—He dicho que no duele.
Cristian soltó mi mano lentamente:
—No te escuché.
Ahora me sentía como el sirviente que traiciona a su señor. Fui la asistente fiel de Eduardo; sus peleas con Cristian eran legendarias, desde el colegio hasta los negocios, siempre fueron rivales.
En los años de parálisis de Eduardo, Cristian casi le arrebató sus negocios.
Aunque ahora no tenía nada que ver con Eduardo, era difícil cambiar de mentalidad.
Cristian se recostó con desidia:
—Esta noche hay una recepción y necesito una acompañante.
Agaché la cabeza, con la herida ya bien cuidada:
—¿Eduardo irá?
Cristian asintió.
No lo miré; pasado un rato, pregunté:
—Si quieres aprovecharme para herir a Eduardo, te decepcionarás. Él nunca se preocupará por mí.
Hablé tranquila, casi como un hecho científico.
Cristian jugueteaba con un encendedor, el destello iluminó sus dedos:
—Eso no lo sé.
Me volví hacia la ventana, mirando el paisaje correr. Sonreí apenas.
Recordé al Eduardo de mis diecisiete.
Frente a todos sus amigos, siempre se reía de mí, irreverente:
—¿Belinda?
—Jamás podría gustarme Belinda.
6
Cuando fui a probarme vestidos y hacerme el peinado, Cristian estuvo allí todo el tiempo, muy exigente. Probé decenas de vestidos de alta costura y ninguno lo convencía.
La verdad, no quería ir a esa recepción, pero si Cristian lo pedía, yo no podía negarme.
Hace medio mes, tras dejar la casa de Eduardo sin permitirme llevarme nada, fue la abuela de Cristian quien me acogió temporalmente.
Por eso, todo lo que Cristian pidiera, yo procuraba cumplirlo.
Me probé vestidos hasta una prenda plateada, cuyo dobladillo parecía una galaxia; la mirada de Cristian finalmente se detuvo, su nuez de adan se movió:
—Este está bien.
Miré el espejo. Me quedé asombrada: la persona reflejada era extraña y familiar, hermosa hasta el vértigo.
Como aquella chica silenciosa a la sombra de Eduardo, siempre discreta, ahora era imposible pasar inadvertida.
Nunca me había visto así.
Toqué con cuidado el cristal frío.
Cristian se puso detrás de mí y deslizó una cadena entre sus dedos.
Me la colocó al cuello, su aliento cálido, hablando con indiferencia:
—Belinda, no es para provocarles.
—Es para que Eduardo entienda que no solo quedó paralítico, sino también ciego.
7
Era la primera vez que asistía a una gala de negocios así. Tras años junto a Eduardo, nunca fui su acompañante.
Cristian y yo llegamos tarde. Justo antes de entrar al salón, levanté la cabeza para mirar a Cristian.
Las luces iluminaban su perfil. Su mandíbula era espectacular, casi cegadora.
A mi alrededor, murmullos se alzaban:
—¿Quién es la chica que trae el señor Cristian? Hacen buena pareja.
—¿No era que él nunca traía acompañantes?
Cerca de mí, alguien que conocía de años a Eduardo me miró un rato y soltó una palabrota:
—Vaya, ¿no es la mediocre asistente de Eduardo?
De inmediato escuché el sonido de una copa rompiéndose en el suelo.
Seguí el sonido y vi a Eduardo de pie no lejos de donde estabamos. La copa de vino caía, el líquido manchando el vestido de Irene, que chilló débilmente.
Él ni la miró; su mirada fija en mí, como si me viese por primera vez, desconcertado y sorprendido.
Esta nueva versión de mí lo asombraba.
Irene levantó la cabeza, me reconoció tras mirarme un rato, incrédula.
Le sonreí educadamente y comencé a charlar con Cristian.
Eduardo notó por fin al hombre a mi lado, su mirada se enfrió, avanzó decidido y trató de llevarme.
Cristian reaccionó rápido, bloqueó a Eduardo, me llevó tras él, tomándome de la mano.
Eduardo me miró:
—Belinda, ven aquí.
Nunca antes me había puesto del lado de nadie en su presencia, menos aún me había protegido detrás de otro.
Siempre que él llamaba mi nombre, corría hasta él sin importar la distancia.
Pero ahora, era diferente.
No cedí ni un paso. Como siempre, con calma y suavidad, le dije:
—He hecho suficiente en todos estos años...
—Eduardo, ya no hay nada entre tú y yo.
Eduardo palideció de inmediato.
8
Fui una niña criada con la ayuda de la madre de Eduardo, Aitana D’andreiz; no solo yo, todo el pueblo tras el desastre fue reconstruido gracias a las inversiones de la señora Aitana.
La primera vez que fui a la casa de Eduardo tenía quince años, era la mejor estudiante del año y llevábamos regalos para agradecerle a la señora Aitana.
Resultó ser tan amable como imaginaba, hablando de proyectos futuros y recibiendo muchas llamadas.
Me quedé a un lado y vi una foto en su escritorio: un adolescente de mi edad, rasgos finos, mirando con impaciencia la cámara.
De aspecto altanero, como un príncipe.
El mayordomo llamó de repente, con mala cara:
—Señora, el joven salió a correr en la motocicleta de nuevo.
Aitana, ocupada, apenas movió la cabeza:
—Tráelo de vuelta.
El mayordomo dudaba; claramente era un trabajo difícil.
Uno de los adultos me empujó adelante, riéndose:
—Señora Aitana, deje que Belinda lo acompañe. Es buena con chicos de su edad.
Finalmente la señora Aitana me miró.
Encogí los dedos, tomé valor y asentí:
—Puedo hacerlo.
Incluso si no podía, debía hacerlo.
Seguí al mayordomo hasta la carretera donde estaba Eduardo. Tenía diecisiete años, imponía respeto.
La motocicleta negra y roja rugía entre el viento, frenó justo delante de mí, se quitó el casco y mostró sus ojos cansados.
—¿Quién eres, pueblerina?
Cerré los ojos, pálida. Pensé que iba a morir atropellada.
Al rato, respondí:
—Soy Belinda.
Mostró interés:
—La señora Aitana me pidió que te trajera de vuelta.
Su rostro se endureció.
Eduardo no era obediente, pero yo también era terca; si él no se iba, yo tampoco.
Esperé junto al camino mientras él daba vueltas.
Tras varias vueltas, al final, avergonzado, abandonó la moto y regresó conmigo.
Caminé tras él, asombrada por su altura.
Recordé su nombre.
Eduardo.
9
La señora Aitana también quería que Eduardo tuviera alguien de su edad para vigilarlo, así que me dejó como su asistente para evitar que hiciera locuras.
Eduardo, en plena adolescencia, y más rebelde, me odiaba, pensaba que era la espía de su madre.
Siempre me molestaba, pero aunque me hacía llorar, seguía a su lado.
Al final, hasta se cansó de hacerlo.
Según Eduardo: "Eres un fastidio".
Todos sabían que, a pesar de sus múltiples romances, siempre había una chica discreta a su lado, casi invisible, que solo salía a frenarle cuando hacía algo muy imprudente.
Yo estudiaba duro, cumplía con las exigencias de la señora Aitana y me mantuve cerca de Eduardo durante siete u ocho años.
Pero tenía un secreto oculto.
Al entrar en la universidad, bajo la jacaranda, Eduardo estaba apoyado en la barandilla del patio.
Me habló como si nada, pero sus palabras me atravesaron:
—¿Te gusto?
Quedé paralizada un buen tiempo.
Las flores caían sobre mi cabeza, y mi voz finalmente salió, áspera:
—Sí. Me gustas.
Eduardo sonrió y se fue.
Esa noche fui a buscarlo.
Al abrir la puerta, lo vi recostado en el sofá, riéndose de forma desinhibida.
—¿Quién querría a Belinda?
—Me gustan las chicas como Irene.
Fue la primera vez que escuché el nombre de Irene.
Soy dos años menor que Eduardo y hasta salté un grado para entrar antes a su universidad.
En ese momento supe que hay cosas que no se logran solo por esfuerzo.
10
Seguro que la Belinda de quince años nunca hubiera imaginado que después de tantos años, nuestra relación sería tan distante, capaz de causar alboroto incluso en fiestas ajenas.
Y este era el primer evento de Eduardo tras recuperarse.
La mala relación entre él y Cristian agravó la atención de todos; ahora el enfrentamiento era el centro del espectáculo.
Tiré de la manga de Cristian y le dije en voz baja:
—Vámonos.
Eduardo pestañeó sorprendido; evité su mirada.
Por primera vez, delante de él, le pedí a otro que me llevase.
Después de avanzar mucho, miré atrás.
Eduardo seguía allí, cabizbajo, tan frágil y frío como cuando despertó después del accidente, y la señora Aitana ya había fallecido en ese mismo coche.
Irene intentó acercarse, pero Eduardo la paralizó con una sola mirada.
Sonreí levemente.
Cristian alzó una ceja:
—¿De qué te ríes?
Bajé la voz:
—Solo me di cuenta de que no cualquiera puede soportar eso.
No cualquiera aguanta el carácter de Eduardo.
No todos, tras conocer su peor lado, deciden acercarse a él.
Especialmente cuando estaba paralizado, no aceptaba ser un "inválido", dejó de sonreír, perdió su vitalidad, y, además, su única familia murió en esa tragedia.
No tenía ganas de vivir, y varias veces intentó suicidarse.
Una vez rompí un vaso de cristal y me corté la muñeca:
—Si quieres morir, de acuerdo, te acompaño.
Nunca me había visto tan decidida; su mirada oscura me estudió muy tiempo y, casi entre dientes, prometió:
—Belinda, me recuperaré.
Desde entonces, cooperó con los médicos hasta levantarse y caminar por si mismo dos años después.
Finalmente, dejó atrás la silla de ruedas.
11
Terminada la recepción, regresé a casa con Cristian.
En estos días, su abuela me acogió; yo preparaba mi currículum esperando encontrar trabajo y mudarme pronto.
En realidad, no era cercana a Cristian, solo coincidíamos cuando él peleaba con Eduardo y yo iba a pedir disculpas.
La abuela de Cristian siempre me recibía amablemente, abanicándose:
—No pasa nada, los jóvenes pueden pelear; si quieres, siéntate un rato.
Me quedaba toda la tarde, avergonzada, viendo cómo la abuela le aplicaba medicinas.
La luz de la tarde bañaba la habitación, y me sentía aún más en deuda.
No esperaba que, en mis peores momentos, la familia de Cristian fuera quien me ayudara.
Cristian y yo no éramos conversadores, el trayecto en coche era muy silencioso.
Me senté como una escolar, mirando recto para no distraerme. Al mirar por el retrovisor, vi a Cristian, debía estar agotado, ojos cerrados, pestañas largas.
Las luces de neón iluminaron su rostro.
Cristian abrió los ojos y me atrapó mirándolo por el retrovisor.
Era algo incómodo, pero insignificante.
Aparté la vista. Cristian sonrió de repente:
—Belinda, ¿sabes qué pensé la primera vez que te vi?
Nunca lo olvidé: se lo gritó a Eduardo delante de todos.
—¿Por qué estás tan ciega? ¿Por qué sigues a ese imbécil de Eduardo?
Eduardo acabó peleando con él por eso.
Cristian negó y volvió a cerrar los ojos.
El tráfico afuera era constante.
El silencio en el auto se prolongó, hasta que pensé que dormía, y oí en voz baja:
—Pensé que eras una chica demasiado buena.
12
Hacía tiempo que no visitaba a la señora Aitana; llevé un ramo de flores blancas al cementerio.
Eduardo había asumido el mando de la empresa familiar, y un camión fuera de control chocó contra su coche; madre e hijo salieron gravemente afectados.
Aitana era una mujer bondadosa; sin ella, mi vida habría sido muy distinta.
Limpié las malas hierbas de su tumba y hablé con calma:
—Señora Aitana, sus obras benéficas siguen operando, cada año crecen más, y los agradecimientos llenan habitaciones enteras.
Bajé la mirada y vi una gota de rocío en la flor:
—Eduardo superó la parálisis, volvió a como antes. Ha dirigido la empresa de vuelta al buen camino, acaba de comprometerse, los medios lo llaman "la boda del siglo". Su esposa es Irene, aquella joven que usted conoció. Se llevan bien, todo está yendo bien para él.
Solo yo he estado detenida todos estos años sin rumbo.
La foto en la lápida seguía sonriendo con dulzura, como si escuchara mis palabras.
Toqué la foto:
—Ya he dejado la empresa. ¿Me culpa usted?
Naturalmente, no respondió.
El cementerio era silencioso, la muerte no tiene voz.
Me cubrí la cara y lloré, mis lágrimas se filtraban entre los dedos.
Salvo los primeros días, nunca he sido feliz aquí.
A veces deseaba nunca haber sido la mejor estudiante de ese año, si no hubiera sido por eso, yo nunca habría llegado aquí.
Lloré en silencio un rato, recogí mis cosas para irme.
Al levantarme vi, a lo lejos, una figura: no sabía cuánto tiempo me había estado observando.
Bajé la cabeza, porque la única ruta de salida pasaba por su lado: seguramente Eduardo también vino a ver a la señora Aitana, simplemente coincidimos.
Al pasar junto a él, escuché:
—¿Vienes a llorar a la tumba de mi madre? Tú...
No terminó la frase irónica porque le miré con lágrimas en los ojos, y él se atragantó.
La relación entre ambos no era tan mala: esa hostilidad solo ocurrió dos veces, una cuando yo busqué empleo a sus espaldas y él me descubrió, se enfadó terriblemente, y otra tras recibir un correo que bastó para echarme de casa, una antes y otra después del accidente, separadas por dos años.
Pero ahora ya no me dolía como antes.
Solo lo miré con calma y le pregunté por aquella Belinda del pasado:
—Eduardo, ¿es porque nunca mostré emociones ante ti que creíste que nunca me sentiría mal?
—¿De verdad creías que, sin importar lo que hicieras, yo siempre seguiría igual que aquella chica de quince años, siempre a tu lado?
Eduardo frunció los labios y apretó varias veces la mano junto a su costado, hasta que la cerró fuerte y, con sarcasmo, dijo:
—Belinda, nunca podrás saldar la deuda.
—Tú mataste a mi madre, ¿a qué vienes a fingir?
13
De regreso, mi cabeza seguía embotada.
Eduardo, desde las alturas, me lanzó su última frase:
—Ese accidente nunca fue accidental. ¿Adivinas quién fue el traidor?
Recibí un correo en mi bandeja de entrada, abrí el mensaje temblando; toda la información había sido recopilada por gente de Eduardo y mostraba que aquel accidente había sido provocado intencionalmente. En esos días, él y la señora Aitana iban a firmar un contrato importante, su itinerario era secreto… excepto para mí.
Solo yo lo sabía, como su asistente y amiga de la infancia; ellos siempre confiaron en mí.
El correo incluía una foto mía negociando con un rival, justo antes del accidente.
Pero la foto era falsa; ni siquiera conocía a esa persona.
Para Eduardo, era el único punto débil, ni siquiera me preguntó, simplemente me condenó.
Me acurruqué en el asiento, todo el cuerpo tembloroso.
Con razón…
Con razón, después de diseñar el lugar para la propuesta, al día siguiente me echó.
Con razón, prefirió volver con Irene antes que volver a tener algo conmigo.
Cerré el correo sin defenderme, porque sabía que Eduardo no escucharía.
Si él solo hubiera investigara un poco más, sabría que yo no era la única que conocía su agenda.
Irene también lo sabía.
14
Hacía mucho tiempo que no dormía tanto.
Antes del accidente de Eduardo, ya estaba buscando trabajo a sus espaldas. Irene era demasiado agresiva y, honestamente, yo ya estaba cansada.
Ella fue la única novia oficial de Eduardo durante todos estos años, y él la consentía tanto que la volvía arrogante. Por eso nunca le caí bien. Aunque antes otras amigas de Eduardo me habían causado problemas, ninguna fue tan cruel como Irene.
¿Puedes imaginarte a una chica de veintitantos años siendo humillada delante de toda la empresa?
Irene lo hacía sin reparos. Justo en la época en que Eduardo estaba negociando contratos y él y la señora Aitana mantenían sus itinerarios en secreto, ni siquiera Irene sabía dónde estaban.
Ella no lograba contactar a Eduardo, pero yo sí sabía su paradero. Me lo preguntó, pero no se lo dije; incluso llegué a bloquear el acceso a la oficina del presidente.
Toda la empresa sabía que Irene era la favorita de Eduardo, pero yo fui la única que se atrevió a enfrentarla.
Ella llamó a todos para que presenciaran la escena y me dio una bofetada delante de todos.
Recuerdo perfectamente sus palabras:
—Belinda, aunque te desnudaras frente a Eduardo, él ni te miraría. ¡Lárgate!
—¿De verdad crees que por escapar del pueblo y aferrarte a Eduardo te convertirás en alguien importante?
—Seguir así es simplemente repugnante, igual que una amante.
No había hecho nada malo, pero la vergüenza de ese momento, ante todos, fue como si me desnudasen.
Finalmente, Irene logró entrar en la oficina y vio la agenda de Eduardo.
Al día siguiente ocurrió el accidente.
Nunca sospeché de Irene.
Eduardo y la señora Aitana siempre la trataron bien.
Ahora lo entiendo: solo quienes no son amados se esfuerzan en recordar con cuidado cada gesto de bondad, pensando desesperadamente en cómo devolverlo.
Yo soy ese tipo de persona.
15
El mundo cambió cuando desperté.
En las redes sociales, el primer tema en tendencias era "#ConspiraciónAccidenteFamiliaD’andreiz".
A todos les encanta el cotilleo sobre las familias ricas, especialmente tras la reciente propuesta de matrimonio de Eduardo que dominó el internet durante semanas. Los informantes revelaron que el accidente de Eduardo no fue incidental, sino un atentado planeado por sus rivales.
Decían que, quien filtró su itinerario, fue su asistente personal. Una chica que, supuestamente, había sido apadrinada por la familia D’andreiz durante años.
Adjuntaron la foto mía negociando con la competencia, la misma que recibí en el correo.
Los rumores resultaban tan convincentes que nadie dudaba de ellos.
Incluso Irene respondió, con una actitud más contenida que antes, mostrando una sonrisa suave ante las cámaras:
—¿Belinda? Nunca me gustó, pero al estar siempre al lado de Edu, a veces hasta me peleé con él por culpa de ella. Jamás pensé que fuera capaz de esto.
La entrevista fue larga; entre líneas me acusaban de ser la tercera en discordia, de traicionar a la familia, el típico personaje pobre y desagradecido de los dramas de ricos.
Eduardo estaba junto a ella, rostro inexpresivo.
Había leído los comentarios en línea:
“Todos estos años de criar a esa asistente y resulta ser una ingrata; la señora Aitana no se merece esto.”
“Pobre Irene, ni siquiera podía tener tranquilidad en su relación.”
“Hay que denunciarla, que no se salga con la suya. ¿Dónde estará esa chica? ¿Qué empresa querría contratarla?”
“La verdad, lo de Irene y Eduardo es increíble. ¡Un amor de cuento!”
Alguien me arrancó el teléfono de las manos; al mirar, vi a Cristian, que observaba mi pálido rostro.
—No sigas viendo eso, mi abuela dice que es hora de comer.
Moví los labios, explicando:
—No fui yo.
Cristian ni lo dudó:
—Lo sé.
No era cortesía; él realmente confiaba en mí.
16
Como decían los internautas, los entrevistadores que se habían contactado conmigo me rechazaron después de contratarme.
Si no podía limpiar mi nombre, mi vida y futuro estarías arruinados para siempre. Jamás encontraría trabajo.
Esto era exactamente el final que Eduardo quería para mí: lo suficientemente miserable para su alivio.
Solo la empresa de Cristian seguía dispuesta a contratarme, pero me negué. Cristian miró mi currículum sin mirar mi cara y preguntó:
—¿Por qué?
Negué con la cabeza:
—Mi reputación ahora es mala. Si aparezco en tu empresa, se centrarán en ti y será perjudicial.
Cristian ladeó la cabeza, me observó despacio y sonrió frustrado:
—Belinda, eres muy terca.
¿Terca en qué?
Fijé la mirada en él, todavía sin responder, cuando la policía llegó para llevarme.
La familia de Eduardo me había denunciado. Por ser parte del accidente, tuve que someterme a interrogatorio.
Antes de entrar en la sala de interrogatorios, vi a Eduardo y a Irene. Sus expresiones eran intensas. Irene tenía la actitud de una jugadora que apostaba todo, y tras tantos años, lo entendía: había hecho todo muy bien, seguramente ya no quedaba prueba alguna en su contra.
La única barrera entre ellos era yo; una vez en prisión, Irene sería la esposa envidiada en la boda del siglo y otras celebraciones.
Eduardo me miró con una expresión complicada, el rostro tenso, las manos temblando sin querer.
Me miró, apartó la mirada, los ojos enrojecidos.
Entré en la sala.
En unas horas, los policías revisaron toda mi vida.
Había varias pruebas en mi contra, todo encajaba con precisión, como una red diseñada para atraparme.
Me retuvieron por un corto tiempo, solo diez días. La repercusión mediática del caso lo requería; mucha presión, máximo rigor, nada podía quedar sin investigarse.
Durante esos diez días, no pensé en nada; dormí como nunca en años, profundamente.
Al décimo día, el caso se resolvió y fui declarada inocente.
Esta vez, además de los criminales de la familia rival, otra persona tenía orden de captura: Irene.
La justicia no falla.
La policía confirmó mi inocencia.
Cuando salí de la comisaría, aún no había respirado aire fresco; una oleada de flashes me cegó.
Los periodistas estaban más que listos, lanzando preguntas una tras otra:
—Señorita Belinda, ¿qué opina de que haya sido Irene quien traicionó a la empresa D’andreiz?
—Señorita Belinda, ¿por qué estuvo tantos años cerca de Eduardo? ¿Es porque lo amaba?
—Señorita Belinda, ¿quién cuidó del señor Eduardo D’andreiz durante su parálisis, si no fue Irene? ¿Fue usted?
Me costaba trabajo respirar, hasta que una mano me sostuvo.
Cristian me colocó un ramo de flores en los brazos y, protegiéndome con cuidado, me subió al auto.
Justo al cerrar la puerta, giré la cabeza; vi el caos de las cámaras.
Y allí lo ví. Eduardo estaba de pie lejos, se le veía exhausto y vulnerable.
Contesté la última pregunta al periodismo.
Dije suavemente:
—No, en ese tiempo, quien estuvo al lado del señor Eduardo no fui yo.
Lo dejé ir mucho antes.
17
En esos diez días ocurrieron demasiadas cosas.
Al principio, en internet todo el mundo me atacaba, deseando que me condenaran a muerte. Pero las revelaciones no paraban de llegar.
La primera ola fue cuando alguien publicó fotos de Irene estudiando en Milán, desvelando la mentira que ella había dicho. Se supo que, al ocurrir el accidente de Eduardo, ella lo abandonó y voló a Milán.
Ella disfrutaba de la calma mientras él cargaba con todo. Nada que ver.
La gente admiraba la relación entre ellos sobre todo por la historia de "acompañarlo en sus horas más bajas". Cuando aquello se destapó como una mentira, los internautas sintieron nada menos que asco.
La segunda revelación fue un video —no se sabe quién lo subió— de la vez que Irene me abofeteó.
El video era nítido; se veía cómo me humillaban, cómo me cubría la mitad del rostro hinchado con la mano y me quedaba frente a la oficina de Eduardo, hasta que ella me empujó y caí al suelo.
Irene siempre había mostrado una imagen dulce al público, pero en el video su expresión era arrogante, incluso feroz.
Su imagen de profesional exitosa, activa en redes y programas de televisión, se vino abajo; aquellos días ni se atrevía a contestar el teléfono, solo recibía críticas.
Surgieron más y más revelaciones, ya nadie sabía qué creer hasta que la policía anunció mi inocencia y emitió la orden de captura contra Irene.
Ese comunicado fue más efectivo que cualquier otra evidencia.
Los reclutadores que antes me habían rechazado comenzaron a llamarme de nuevo. Los rechacé a todos.
Recibí una llamada desde mi pueblo; la directora de mi antiguo colegio, una mujer tan respetable como la señora Aitana, me preguntó si quería volver a dar clases y ayudar a mejorar la educación local. Acepté.
Volví a la casa de Eduardo una última vez; esta vez nadie pudo impedírmelo.
No había recogido las cosas que dejé antes; pensé que el cuarto estaría lleno de polvo, pero al abrir la puerta todo estaba limpio y brillante, con la luz del sol cayendo sobre unas flores recién cotadas sobre la mesa.
Recogí mis pertenencias rápidamente. Al abrir el cajón, dudé un momento y saqué una foto escondida en un doble fondo; era una foto antigua, el chico del retrato lucía juvenil y seguro de sí mismo, el viento movía su pelo mientras él y sus amigos caminaban adelante, girándose para asegurarse, quizá, de que los demás lo seguían.
Esa foto la tomé de Eduardo cuando yo tenía diecisiete años.
No quise llevármela; la dejé sobre la mesa. Que la guardara o la tirara, sería su decisión.
Los árboles de jacaranda en el jardín estaban de nuevo en flor, las ramas colgaban delicadas; me detuve a admirarlas un momento.
Eduardo apareció detrás de mí, llamando suavemente:
—Belinda...
Como temiendo despertar de un sueño.
Me giré, le sonreí con calma.
Eduardo tenía ojeras terribles, algo de barba, y por fin esa arrogancia perpetua en su expresión había desaparecido. Nunca lo había visto tan cauteloso, rozando lo humilde o humillante.
Con voz ronca dijo:
—Desde que empecé a recuperarme, investigué el accidente una y otra vez. Cuando vi que estabas involucrada, no pude seguir. Pensar en esas pruebas me dolía el alma; nunca pensé que nos traicionarías. Cuando esa idea apareció, ya no pude contenerla.
De repente se rió con ironía:
—¿Sabes? Gente como nosotros ya está acostumbrada a que lo apuñalen por la espalda. Pero si se trata de ti, no lo soporto. Cuando revisé la información, lo que pensé fue que ojalá me hubiera muerto en ese accidente. Luego perdí el control, hice muchas cosas mal. Toda esa "propuesta del siglo"... Era para ti.
Me contó mucho de su recorrido interior, pero yo solo lo miré claro y le interrumpí con suavidad:
—No.
Eduardo quedó perplejo.
Le sonreí con los labios apretados:
—En realidad, cuando hiciste lo que hiciste, ya sabías que estabas equivocado. Pero te dijiste a ti mismo que no importaba; que fuera como fuera, yo te perdonaría. Tanto si era una traición real como si no, no importaba: me iba a perdonar.
La verdad es que siempre supe que si Eduardo no se hubiera quedado postrado, si no hubiera sido el centro de la desgracia y la gente lo hubiese empujado y juzgado, él nunca me habría notado. Su mirada siempre se posó en chicas como Irene.
Hasta el anillo que me dio no era de mi talla.
Guardó silencio largo rato; pensé que era la sombra de las flores, pero era una lágrima de Eduardo.
Extendió la mano y agarró mi muñeca, suplicando:
—Soy un desastre... ¿me perdonas, por última vez?
Lo pensé, y con cuidado retiré su mano:
—No. No te perdonaré.
Vio la cicatriz en mi muñeca; la sorpresa se reflejó en sus ojos y sus labios temblaron, sin poder decir palabra.
Con paciencia, le hablé como sifuera un niño:
—duardo, tu vida se salvó porque la señora Aitana te protegió en ese accidente. Tienes que vivir bien. La empresa D’andreiz es su legado, debes cuidarla. Yo ya debo irme.
Eduardo se puso pálido, perdía todo el color. En ese instante, su corazón pareció vaciarse. Sintió que algo esencial en su vida lo abandonaba para siempre.
18
La opinión pública cambió muy rápido.
Los protagonistas de la "propuesta del siglo", uno quedó como el villano y la otra como la pérfida.
Los pecados de Irene y la complicidad de Eduardo derrumbaron la empresa; las acciones de D’andreiz cayeron en picada. Y Eduardo, por algún motivo, se estrelló con el coche y se rompió las piernas, ahora solo puede usar una silla de ruedas.
Yo iba en el bús de regreso a mi pueblo cuando recibí un mensaje de Eduardo: «Te debo, todo lo que te debo, te lo devolveré».
Lo ignoré y lo bloqueé sin más.
Miré por la ventanilla el paisaje que pasaba, todo tembloroso, igual que cuando vine.
En la ventanilla se reflejaba Cristian a mi lado, que parecía dormir profundamente apoyado en mi hombro.
Un empresario dispuesto a donar material escolar, incluso insistiendo en viajar conmigo en bús y supervisar el envío personalmente.
No pude detenerlo, así que dejé que me acompañara.
El vehículo se movía; la cabeza de Cristian apoyada en mi hombro, todavía dormido.
Sonreí suavemente, me quedé mirando al frente.
El paisaje cambiaba, pero yo estaba segura de algo:
Por fin, voy a vivir la vida feliz que me pertenece.
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La historia de Belinda termina aquí. ¡Espero que la hayan disfrutado!