El bar estaba lleno de humo, sudor y canciones mal sonadas por bocinas rotas. La gente bailaba, reía, se olvidaba de la vida, pero él solo veía un objetivo: ella.
Se acercó hasta quedar a centímetros. Ella olía igual: a pecado y perfume caro.
—¿Así que ahora te escondés en tugurios de mierda? —le dijo con una sonrisa torcida.
Ella lo miró con calma, como si nunca lo hubiera dejado destrozado.
—¿Y vos? —respondió, alzando la ceja—. ¿Todavía fumando dolores en vez de enfrentarlos?
Ese tono lo mataba. Esa voz era un disparo suave en la sien. Quiso gritarle, besarla, empujarla, abrazarla… todo al mismo tiempo.
—No vengás a jugar conmigo otra vez, ¿oíste? —gruñó, acercando su rostro al de ella—. Porque todavía te tengo en la sangre, y vos sabés lo que pasa cuando me descontrolo.
Ella sonrió, peligrosa.
—Por eso volví.