El amor de Sofía y Daniel parecía sólido, de esos que todos miraban con envidia. Se juraban eternidad bajo las estrellas, y ella, entre sonrisas frágiles, creía que él sería el refugio que tanto necesitaba. Pero lo que brilla no siempre es oro; había grietas invisibles en esa historia, grietas que Sofía intentaba tapar con promesas y silencios. Su corazón se aferraba con fuerza, aunque cada día la herida se abría más. Y, aun así, ella seguía creyendo que él nunca la dejaría caer.
Con el tiempo, Daniel empezó a cambiar. Sus mensajes se hicieron más cortos, sus miradas más frías, y su voz, que antes calmaba tormentas, ahora encendía dudas. Sofía notaba la distancia, pero no entendía de dónde venía. Se preguntaba qué había hecho mal, culpándose a sí misma. Sus pensamientos se convertían en cuchillos que laceraban su mente cada noche. Y en esos silencios, su ansiedad y depresión crecían como sombras hambrientas.
Un día, la verdad salió a la luz: había otra persona. Una amante que lo llenaba de risas nuevas, de distracciones fáciles, de ilusiones que se disfrazaban de amor. Daniel justificó su traición con una excusa cruel, diciendo que Sofía no podía darle paz por sus problemas. Le dijo que ella era demasiado frágil, que su ansiedad y sus cicatrices lo asfixiaban. Como si sus heridas fueran culpa de ella y no el resultado de la soledad que él mismo le había sembrado.
Sofía sintió el mundo desmoronarse. Las paredes de su habitación se convirtieron en prisión, y la navaja volvió a ser la única salida que encontraba para el dolor. Cada corte era un grito ahogado, una forma de callar la angustia que la consumía. Sin embargo, después de cada lágrima, una parte de ella deseaba que alguien la escuchara, que alguien se diera cuenta de que seguía allí, luchando contra sí misma. La soledad pesaba más que cualquier herida física.
Mientras Daniel jugaba a ser feliz con su nueva conquista, Sofía intentaba sobrevivir día tras día. Se convencía de que nadie la querría así, rota y temblando entre recuerdos. Pero lo que no sabía era que la vida tenía planes distintos. A veces, cuando menos lo esperas, aparece alguien que te demuestra que no eres un estorbo, sino un ser humano digno de amor y cuidado. Y en medio de su oscuridad, esa persona llegó.
Él se llamaba Andrés. No entró en su vida con promesas grandilocuentes, sino con gestos pequeños: escucharla sin juzgar, sostener su mano cuando las lágrimas eran inevitables, recordarle que respirar también era un logro. Andrés no veía sus cicatrices como vergüenza, sino como prueba de que había luchado y seguía viva. Él no huía de su ansiedad, la enfrentaba a su lado. No la señalaba como debilidad, la abrazaba como parte de ella.
Al principio, Sofía dudaba de él. Temía que fuera otra ilusión disfrazada de amor, otro espejismo que la dejara con más heridas. Pero Andrés tenía paciencia, y con cada día que pasaba le demostraba que no se iría. No necesitaba salvarla, solo quería caminar con ella en cada paso, incluso cuando tropezara. Y en esa constancia, Sofía empezó a creer que quizá sí merecía ser amada sin condiciones.
Con el tiempo, las noches de insomnio se hicieron menos pesadas. Las crisis de ansiedad, aunque no desaparecieron, ya no eran un monstruo invencible porque sabía que no estaba sola. Sofía dejó de esconder sus cicatrices, aprendió a verlas como parte de su historia, no como condena. Y cada vez que caía, Andrés estaba allí para recordarle que levantarse era posible. No con exigencias, sino con ternura.
Daniel, en algún momento, intentó regresar, como si nada hubiera pasado. Pero Sofía ya no era la misma. Había aprendido a reconocer el veneno disfrazado de amor y entendió que no todo lo que aparenta ser bueno lo es. Con voz firme, cerró la puerta a quien la abandonó cuando más lo necesitaba. Por primera vez en mucho tiempo, sintió libertad en el pecho. No le debía nada a quien la rompió, solo a sí misma y a la persona que realmente estaba a su lado.
La historia de Sofía no se convirtió en un cuento de hadas, porque la vida nunca lo es. Pero aprendió que el amor verdadero no huye de las tormentas, sino que se queda a pesar de ellas. Con Andrés, descubrió que sanar no significa borrar las cicatrices, sino aprender a vivir con ellas sin avergonzarse. Y mientras caminaban juntos hacia un futuro incierto, Sofía sonrió: había encontrado a alguien que no solo la amaba, sino que la ayudaba a amarse a sí misma.