(Cuarta Parte – El Sacrificio)
La sombra avanzaba, cada paso hacía crujir la tierra como si el cementerio entero se estremeciera bajo su peso. Elena sintió que el aire se espesaba en sus pulmones, como si la noche quisiera sofocarla.
—Ella no te pertenece, Adrian —dijo la voz oscura—. El amor no puede desafiar a la muerte sin consecuencias.
Adrian apretó los dientes y sostuvo a Elena contra su pecho, como si pudiera protegerla de todo.
—No puedes arrebatármela otra vez. Ya la perdí una vez… no la perderé de nuevo.
La figura extendió una mano hecha de humo.
—No es elección tuya. El pacto ya se selló, y su alma debe pagar el precio.
Elena sintió la desesperación en cada fibra de su cuerpo. Sus manos temblaban, pero sus palabras brotaron firmes:
—¡No! Yo elegí estar con él. No me lo pueden quitar.
El espectro se rió, y el sonido fue como cristales rompiéndose.
—Los vivos siempre creen tener voluntad. Pero no saben lo que arrastran sus elecciones.
Elena quiso lanzarse contra la sombra, pero Adrian la sujetó con fuerza.
—Mírame, Elena —dijo, con la voz rota—. No importa lo que pase, escucha bien: yo siempre estaré contigo. En cada suspiro, en cada recuerdo, en cada sueño. No importa lo que hagan, no podrán borrar lo que somos.
Ella negó, con lágrimas desbordando.
—No, Adrian… no otra vez. No me dejes.
El espectro levantó la mano, y la tierra comenzó a abrirse bajo los pies de Elena, como si quisiera tragársela. Adrian miró el abismo y luego la miró a ella. En sus ojos había una ternura infinita y, detrás de ella, un dolor insoportable.
—Perdóname, mi amor —susurró—. Esta vez no dejaré que seas tú quien cargue con el precio.
Elena abrió los ojos de par en par.
—¿Qué vas a hacer?
Adrian sonrió con una dulzura trágica.
—Lo que debí hacer desde el principio.
Antes de que ella pudiera detenerlo, Adrian se apartó de su lado y enfrentó al espectro.
—Si el pacto exige un alma, toma la mía. Déjala libre.
El espectro se detuvo. La negrura que lo cubría se agitó como humo en un viento invisible.
—Tu alma ya no pertenece a los vivos. No tiene valor.
Adrian levantó la barbilla, desafiante.
—Entonces toma lo que queda de mí. Mi condena, mi esencia, mi existencia entera. Solo… déjala ir.
Elena gritó:
—¡No! Adrian, no lo hagas. Te perderé para siempre.
Él giró la cabeza y la miró. Esa mirada estaba llena de amor, de un amor que atravesaba siglos, muertes y renacimientos.
—No me perderás, Elena. Porque mientras vivas, yo existiré en ti.
El espectro extendió ambas manos, y cadenas de sombra se lanzaron hacia Adrian. Su cuerpo tembló, desgarrado por una oscuridad que lo reclamaba. La lluvia cayó con más fuerza, como si el cielo llorara con ella.
Elena trató de alcanzarlo, pero Adrian levantó la mano, deteniéndola.
—No te acerques. Vive. Hazlo por mí.
Y entonces, con un grito que rompió la noche, Adrian fue envuelto en sombras. Su cuerpo se deshizo en cenizas brillantes que el viento dispersó entre las lápidas.
Elena cayó de rodillas, sollozando, con las manos vacías extendidas hacia la nada.
—¡Adrian! —gritó, desgarrada.
El espectro la observó en silencio, y después, como si hubiera recibido lo que buscaba, se desvaneció entre la niebla. El cementerio volvió a quedar en calma, salvo por los sollozos de Elena.
Ella permaneció allí hasta que el amanecer tiñó el cielo de gris. El frío le calaba los huesos, pero dentro de su pecho ardía todavía el eco del último beso, del último abrazo, del sacrificio de Adrian.
Y mientras las campanas de la iglesia sonaban a lo lejos, Elena levantó el rostro, con lágrimas corriendo por sus mejillas, y susurró al viento:
—Si el amor pudo traerte de la muerte… entonces algún día, de algún modo, yo volveré a ti.
La brisa acarició su cabello, y por un instante, juró sentir unos dedos helados rozando los suyos.
No estaba sola. No del todo.
Nunca lo estaría.