Elena apenas podía dormir. Esa noche, después de verlo, cada sombra en su habitación le recordaba su silueta, cada latido en su pecho llevaba su nombre. Adrian.
Lo odiaba. Lo necesitaba. Y temía con cada fibra de su cuerpo lo que significaba amarlo.
Pasaron días en los que él apareció en los lugares más improbables. En el reflejo de un escaparate, en la penumbra de la biblioteca cuando ella apagaba las luces, en los sueños donde sus manos heladas la buscaban como si nunca hubiera dejado de pertenecerle.
Al principio intentó ignorarlo. Pero el magnetismo era irresistible. Una noche, sus pasos la guiaron hasta el cementerio, como si su cuerpo supiera antes que ella a dónde debía ir. La luna iluminaba las lápidas, y allí, de pie junto a una tumba sin flores, estaba Adrian.
—Volviste —dijo, con una sonrisa rota que la desgarró.
Elena apretó los labios.
—No sé si soy valiente o estúpida.
Él extendió la mano, igual que la primera vez.
—Solo eres mía.
Ella la tomó. Y al hacerlo, sintió cómo el frío no era ya doloroso, sino parte de ella misma. Se estremeció, pero no soltó.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
Adrian bajó la mirada.
—Que tu alma empieza a reconocerme. Pero también… que pronto ya no habrá marcha atrás.
Elena lo miró fijamente.
—¿Qué ocurrirá?
—Si eliges quedarte conmigo —su voz se quebró—, el mundo de los vivos te cerrará sus puertas. No habrá calor, ni amanecer, ni respiración cálida en tu piel. Solo este vínculo, eterno, entre tú y yo.
Un silencio pesado los envolvió. Elena debería haber sentido terror, pero lo único que sintió fue una certeza ardiente: no podía renunciar a él.
—¿Y si digo que sí?
Adrian la miró con desesperación, como si llevara siglos esperando esas palabras.
—Entonces ya no habrá retorno. Tu vida será mía, y la mía… será tu condena.
Elena respiró hondo. Su corazón gritaba que huir era la respuesta, pero en sus labios solo quedó una frase:
—Prefiero condenarme contigo que vivir sin ti.
Los ojos de Adrian se llenaron de lágrimas que nunca cayeron.
—No sabes lo que dices… —murmuró, pero la abrazó con una fuerza imposible, hundiendo el rostro en su cabello.
Y allí, entre lápidas y frío, se besaron de nuevo, sellando lo que no debía ser sellado.
Elena sintió cómo la vida se le escapaba poco a poco, como si cada beso suyo robara un fragmento de su luz. Y aun así, nunca se había sentido más viva.
Su piel ardía, sus venas parecían llenarse de hielo, pero el amor la mantenía en pie.
Cuando se separaron, jadeante, ella notó un cambio. El aire alrededor parecía más denso, como si el mundo hubiera dado un paso atrás y los dejara solos.
—¿Qué fue eso? —preguntó, aterrada.
Adrian acarició su rostro.
—El pacto. Ya no puedes pertenecer del todo a los vivos. Tu alma me eligió, Elena.
Ella se llevó las manos al pecho, sintiendo un dolor punzante.
—Entonces… ¿voy a morir?
Él negó suavemente.
—No morirás. Serás algo distinto. Algo que ni siquiera yo puedo nombrar. Pero vivirás a mi lado. Siempre.
Elena debería haber llorado, pero no lo hizo. En cambio, apoyó la frente contra la de él y susurró:
—Siempre te busqué, aunque no lo supiera.
Adrian cerró los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió sin tristeza.
—Entonces que el mundo tiemble. Porque si me perteneces, Elena, nada podrá separarnos jamás.
Pero la ciudad parecía haber escuchado su juramento. Las campanas de la iglesia repicaron en la distancia, aunque no era hora de misa. El viento rugió con furia, apagando las velas del cementerio.
Y desde la oscuridad, una voz áspera, profunda, resonó como un trueno:
—Has roto el equilibrio, Adrian.
Elena giró la cabeza, buscando el origen de aquel sonido. Una sombra se movía entre las tumbas, más densa que la propia noche. Una figura alta, cubierta por un manto que parecía hecho de humo y ceniza.
Adrian se interpuso delante de ella, protegiéndola.
—No te la llevarás.
La figura rió, un eco que heló la sangre de Elena.
—Tú no tienes elección. El amor entre muertos y vivos nunca queda impune. Ella debe pagar.
Elena apretó la mano de Adrian con fuerza.
—No —dijo, con una valentía que no sabía que tenía—. Yo elegí.
La sombra avanzó, y la tierra bajo sus pies se abrió como si respirara.
Elena entendió entonces que su condena acababa de comenzar.