La lluvia caía como un luto interminable sobre la ciudad. Las farolas alumbraban con luz mortecina las calles empedradas, y el aire olía a hierro y tierra mojada.
Nadie caminaba a esas horas, salvo Elena, que volvía tarde de la biblioteca donde trabajaba. Sus pasos resonaban entre los muros antiguos, y en cada sombra creía sentir miradas invisibles.
No era la primera vez. Desde hacía semanas, alguien parecía seguirla. Nunca lo veía claramente, pero había huellas húmedas que no coincidían con las suyas, un eco de respiración tras su cuello y, a veces, un susurro que se desvanecía con el viento.
La ciudad estaba acostumbrada a leyendas: amores condenados, pactos con la muerte, fantasmas que nunca abandonaban los cementerios. Pero Elena nunca creyó en esas historias… hasta esa noche.
Giró la esquina del callejón más estrecho y ahí lo vio.
Un hombre. Alto, delgado, con un abrigo oscuro que parecía beberse la luz. No era solo su presencia lo que la estremeció, sino sus ojos: un ámbar apagado, como brasas en cenizas.
—No deberías caminar sola tan tarde —dijo, y su voz sonó como un eco que no pertenecía del todo a este mundo.
Elena retrocedió un paso.
—¿Quién eres? —preguntó, intentando mantener firme la voz.
Él sonrió, y esa sonrisa estaba cargada de una tristeza insoportable.
—Alguien que no debería estar aquí.
Por un instante, el silencio se quebró solo con la lluvia golpeando los adoquines. Ella quiso escapar, pero algo en su interior se lo impidió. Había en él una familiaridad inquietante, como si ya lo hubiera visto en sueños.
—Te he estado esperando, Elena —susurró él.
El corazón de ella se aceleró. Nadie debería conocerla, y mucho menos alguien que se deslizaba entre sombras como si fueran su casa.
—¿Cómo sabes mi nombre? —murmuró, apretando los libros contra su pecho como un escudo.
Él dio un paso hacia adelante, y entonces Elena lo notó: la lluvia lo atravesaba sin mojarlo, como si no perteneciera del todo a ese lugar.
—Porque hace mucho… —sus ojos brillaron con un destello de dolor— ya te amé.
La confesión la atravesó como un cuchillo. Algo imposible, delirante, pero su cuerpo tembló no de miedo, sino de una atracción inexplicable. Era como si cada palabra suya despertara memorias que no recordaba haber vivido.
El viento sopló fuerte, y el extraño extendió la mano, ofreciéndosela con una calma imposible.
—Ven. Déjame mostrarte lo que olvidaste.
Elena titubeó, atrapada entre la razón y el magnetismo que ese hombre ejercía sobre ella. Su vida entera se había reducido a rutinas silenciosas, pero ahora el mundo parecía a punto de romperse.
Y ella sabía, con la certeza más irracional, que si tocaba esa mano, nada volvería a ser igual.