Nunca quise engañarte, pero a veces la única forma de amar es a través de una mentira.
Recuerdo la noche en que todo comenzó: el chirrido de los frenos, el choque brutal, tu cuerpo inerte sobre el asfalto. Todos gritaron que estabas muerta. Yo también lo creí… hasta que vi el parpadeo fugaz en tus ojos.
Nadie debía saberlo.
La policía, los testigos, incluso tus propios padres lloraron tu supuesto entierro, y yo guardé silencio. Mentí frente al mundo entero porque detrás del accidente no había azar: había un plan, alguien que nos acechaba, un enemigo dispuesto a arrancarte de mí.
Me convertí en tu asesino y en tu salvador al mismo tiempo.
Te escondí bajo otro nombre, en una ciudad que no conocías. Cada día que visitaba esa habitación blanca, con el olor metálico de la sangre aún persiguiéndome, fingía serenidad mientras mi conciencia se manchaba.
Sí… hubo muertes.
Él —el que nos seguía, el que provocó el accidente, el que quiso arrancarte de mis brazos— nunca volvió a respirar. Yo lo enterré junto a mi piedad, y nunca miré atrás.
El tiempo pasó, y tus ojos volvieron a brillar, aunque no recordabas nada. Me preguntabas quién eras, quién era yo, por qué lloraba al verte sonreír. Te mentí otra vez: “Sólo soy un extraño agradecido por tu vida”.
Pero en cada gesto tuyo estaba la mujer que amé.
Hoy, por fin, la verdad regresa. Te miro y ya no hay sombras persiguiéndonos, ni fantasmas entre tus recuerdos. Tiemblas al escuchar mi confesión, pero no apartas la mirada.
—¿Entonces todo fue una mentira? —preguntas con un hilo de voz.
—Sí —respondo, sosteniendo tu mano—. Pero fue la única mentira capaz de salvarnos.
Tus labios tiemblan antes de sonreír, y en esa sonrisa, por primera vez, siento que mi culpa tiene sentido. Porque el final de nuestra historia, contra todo pronóstico, sigue siendo el amor.