Siempre me he preguntado qué sucede en ese instante exacto en que los párpados pesan y el mundo real se disuelve. Yo lo descubrí una noche en la que el sueño no llegó como siempre: me arrastró.
Caí en una ciudad que no existía en los mapas, donde los edificios parecían respirar y los relojes latían como corazones. No había horizonte, solo un cielo hecho de memorias olvidadas, girando como constelaciones rotas. Allí, cada persona que veía tenía mi rostro, pero con gestos distintos: uno reía, otro lloraba, otro me miraba con un odio que me heló la sangre.
Pronto entendí la verdad: estaba dentro de mí mismo, perdido en un mundo tejido con deseos y miedos. Cada esquina era una elección que nunca tomé, cada calle un recuerdo que había negado.
En medio de esa ciudad imposible la encontré: ella. Su silueta era idéntica a la mujer que en la vigilia jamás me atreví a amar. Caminaba descalza sobre el reflejo del mar que cubría el suelo, y cuando me sonrió, todo alrededor se volvió silencio.
—Si despiertas, me olvidarás —susurró, mientras su voz se mezclaba con el eco de un trueno lejano.
—Entonces no quiero despertar nunca —respondí, aunque sabía que el amanecer no perdona.
Intenté retenerla, pero las campanas del mundo real comenzaron a sonar en mi pecho. Los muros de aquella ciudad se deshacían como humo, y su figura se volvió traslúcida.
Desperté con lágrimas en los ojos, convencido de haberla perdido. Hasta que escuché un golpe en mi puerta.
Abrí, temblando, y allí estaba ella, la mujer que jamás me atreví a confesar. Me miró como si también hubiera soñado conmigo.
Y entendí: a veces el mundo de los sueños no termina al despertar. Solo cambia de escenario.