Es la tercera vez esta semana.
Abro los ojos y ahí está al lado de mi, sobre mi cama, el cuerpo fresco de la víctima.
Siempre temprano, antes de que el sol toque la ventana.
No pregunto cómo lo consigue.
No pregunto por qué lo hace.
Solo me levanto y me encargo de que no quede rastro.
A veces, las manchas son fáciles de quitar; otras, tengo que frotar con fuerza, hasta que el rojo desaparece de la tela. El olor metálico ya no me molesta, lo reconozco como parte de mi rutina.
Nunca hablamos del tema. Él solo me mira con esos ojos fijos, satisfecho, mientras yo envuelvo lo que queda y me desago del cadaver. Sé que me lo deja para que yo lo vea primero. Como si quisiera que participe. Como si fuéramos cómplices.
Lo conocí hace años, y desde entonces, no ha dejado de “trabajar”. No importa cuántas veces le diga que se detenga pero… él continúa. Y yo, como siempre, termino limpiando.
Esta mañana, el cuerpo es pequeño, con plumas suaves y azules. Él lo suelta sobre la colcha y se acurruca a mi lado, ronroneando, como si esperara mi aprobación.
—Gracias, Felin —susurro, mientras acaricio la cabeza de mi gato y llevo el pajarito muerto a la basura.
Al fin y al cabo… así es nuestra extraña forma de querernos.
Dedicado a mi adorable gata Felin.