Te pienso,
y la distancia es un océano que nunca me atrevo a cruzar.
Me he quedado en la orilla,
con los pies sangrando,
con el corazón ardiendo en la hoguera de lo que no fue.
Tu nombre aún suena
como una campana rota
en las madrugadas en que el insomnio me arrulla.
Me repito que no debo llorar,
que debo fingir que sigo viva,
que la vida es otra cosa más allá de tu ausencia.
Pero es mentira.
Todo es mentira.
Salgo cada día con la sonrisa aprendida,
como si la hubiera ensayado frente a un espejo roto.
Dicen que me veo bien,
que mi risa suena alegre,
y yo me limito a asentir…
porque si digo la verdad,
la verdad me devora.
Dentro,
la tormenta no ha cesado desde que te fuiste.
Las paredes de mi mente son cárceles,
y en cada celda se escucha tu voz,
repitiendo palabras que alguna vez fueron promesas.
Mi estabilidad mental es arena entre los dedos;
ni siquiera un puñado queda ya,
solo el polvo que se pega a la piel.
Quisiera que todo acabara,
que el peso se desprendiera de mis hombros,
que mis pulmones dejaran de buscar aire
en un mundo que se siente vacío.
Morir…
no como acto de cobardía,
sino como la última caricia que me devolvería la calma.
Pero sigo aquí.
Porque la costumbre de existir
es más fuerte que el deseo de partir.
Y así me ves:
con una sonrisa que engaña,
con una mirada que nadie mira de cerca,
con las manos temblando cuando ya no hay testigos.
Me aferro a la mentira de que estoy bien,
aunque por dentro
ya no quede un lugar donde pueda decirme "estoy a salvo".
El amor que me diste se ha vuelto espina,
y, aun así,
mi corazón —necio, roto—
sigue llamando tu nombre
en silencio.
Porque, aunque duela,
y aunque no quede nada,
yo seguiré sonriendo…
hasta que no me quede más aliento para fingir.