Me dijo que no me quería,
pero volvía cada noche.
Con los labios rotos de tanto callar,
y los ojos llenos de promesas que nunca iba a cumplir.
Yo lo sabía.
Sabía que su amor era un incendio lento,
que me quemaba sin hacer ruido.
Pero aún así, abría la puerta.
Aún así, dejaba que me tocara
como si sus manos supieran exactamente dónde dolía.
Y dolía.
Dios, cómo dolía.
Pero también me hacía sentir viva.
Como si el dolor fuera prueba de que aún tenía corazón.
Como si su ausencia fuera más insoportable que su veneno.
Hasta que una noche, no corrí.
No porque él no viniera.
Sino porque yo no me moví.
Tres golpes.
Suaves.
Como siempre.
Como si supiera que no necesitaba gritar para que yo corriera.
Pero esta vez, no corrí.
Esta vez, me quedé sentada.
Con las manos entrelazadas, como si estuviera rezando.
¿A quién?
A mí.
Mi cuerpo temblaba.
No por él.
Por mí.
Porque cada parte de mí quería abrir.
Quería volver a sentir ese dolor dulce que me hacía creer que estaba viva.
Pero ya no quería sobrevivir a él.
Quería vivir sin él.
Los golpes cesaron.
El aire volvió a su forma.
Y yo seguí sentada.
Temblando.
Libre.
Porque aprendí a soltarlo.
Soltar lo que me hería, lo que dolía,
porque finalmente abrí los ojos
y vi que puedo vivir mejor sin él,
sin eso que me destruía mientras yo me aferraba desesperadamente.