Te miro
y pareces estatua de hielo,
tan alto, tan firme, tan lejos de mí.
Tus ojos de ámbar —crueles y bellos—
me miran sin verme,
y yo…
yo no sé cómo huir.
Eres perfecto en tu forma distante.
Hablas con lógica.
Juzgas con calma.
Pero tu voz, incluso cuando hiere,
resuena en mi pecho y me desarma.
Camino a tu lado
y parezco invisible.
Pero sé que me ves…
como ves a todas.
Y eso me mata.
Me enferma.
Me desgarra.
Quisiera que solo mis huellas
se permitieran tocarte.
Porque ellas te buscan.
Se acercan. Te ríen.
Y tú, con tu rostro de mármol,
las dejas.
Aunque no cedas,
aunque sigas firme…
yo las odio.
Las odio aunque no las veas.
Quiero tus brazos solo para mí.
Tus silencios. Tus enojos. Tu paz.
Quiero cada parte tuya,
rota o intacta,
todo eso que ocultas tras tu andar de tempestad.
Intento esconder este deseo que arde,
pero se filtra
en cada palabra que digo.
No lo sabes…
pero cuando estás lejos,
mi mundo se rompe.
Mi alma se enfría.
Me haces doler.
Pero igual te quiero.
Aunque me ignores.
Aunque me hables cruel.
Si alguien más te toca —aunque sea en sueños—
yo enloquezco.
Me hundo.
Me vuelvo hiel.
No me pidas que sea tranquila.
Este amor es guerra.
Es fuego.
Y aunque finja que no me importas tanto…
mi mente te encierra.
Te ata.
Te tengo.
Porque nadie,
nadie puede amarte así.
Ni esas que ríen buscando tu boca.
Yo te deseo con una fiebre callada,
que no grita…
pero arrasa
como una ola loca.