Riku Nakamura caminaba por los pasillos del instituto como si no existiera. Cabello negro perfectamente peinado, ojos azules tan fríos como el invierno, y una expresión imperturbable. Nunca sonreía. Nunca hablaba más de lo necesario. Todos pensaban que se creía superior… pero en realidad, se estaba escondiendo.
En casa, la pobreza no era lo peor. Lo era la presión. Su padre le exigía ser perfecto, su madre no hablaba desde hacía años. Las emociones no tenían lugar en su mundo. Solo el silencio, el deber, y el estudio.
Akita Suou, por el contrario, era luz. Pelo plateado que brillaba bajo el sol, ojos verdes llenos de calma. Hija de una de las familias más poderosas de Kioto, pero sin una pizca de arrogancia. Saludaba a todos con una sonrisa. Incluso a Riku… aunque él nunca respondía.
Un día, lo encontró en la azotea, con los ojos perdidos en el cielo.
—¿Por qué siempre estás solo? —preguntó con suavidad.
Riku no respondió.
—¿Puedo sentarme?
Él asintió. Y por primera vez en mucho tiempo, el hielo permitió la cercanía de la primavera.
Pasaron semanas. Ella no lo forzó a hablar. Solo estaba ahí. Presente. Cálida.
Y entonces, un día, él dijo:
—No entiendo por qué haces esto. No soy alguien fácil. No siento nada.
Ella sonrió, tranquila.
—No tienes que sentirlo ahora. Solo recuerda que puedes aprender. Hasta el invierno más duro termina cuando llega la primavera.
No hubo beso. No hubo promesas.
Solo un silencio compartido que empezó a sanar un corazón roto.
Segunda parte: "Las grietas del hielo"
Desde aquel día en la azotea, Riku no volvió a ser el mismo… pero tampoco cambió del todo.
Seguía sin reír. Seguía guardando las emociones bajo siete llaves. Pero cuando Akita Suou entraba al aula, su mirada se desviaba, apenas por un segundo. Eso bastaba para que su mundo, hecho de reglas y sombras, comenzara a agrietarse.
Una tarde, al salir de clases, ella lo esperaba bajo un cerezo.
—¿Puedo mostrarte algo? —preguntó.
Riku dudó. Pero asintió.
Caminaron en silencio hasta un viejo invernadero detrás de la escuela, cubierto de polvo y telarañas. Dentro, Akita había rescatado una pequeña planta marchita.
—No todos nacen en tierra fértil —dijo ella—. Pero eso no significa que no puedan crecer si alguien los cuida.
Riku apretó los puños.
—No necesito que me cuides.
—Lo sé —respondió—. Pero a veces, hasta los más fuertes merecen que alguien los vea.
Esa noche, Riku no pudo dormir. Por primera vez, las palabras de alguien rebotaban en su cabeza como ecos que no podía ignorar. Al día siguiente, colocó una pequeña flor seca sobre el pupitre de Akita. No dijo nada. No hizo falta.
Ella la tomó, la guardó en su cuaderno, y le regaló la sonrisa más sincera que él había visto en su vida.
No se hicieron novios. No lo anunciaron en redes. No se juraron amor eterno.
Pero durante el resto del año, ella regaba una planta, y él aprendía —día tras día— que incluso los que han vivido sin amor… pueden aprender a sentir.
Tercera parte: "Aquello que nunca se marchitó"
Pasaron tres años.
Riku Nakamura se convirtió en uno de los estudiantes más destacados de la Universidad de Tokio. Su mirada seguía siendo seria. Su voz, contenida. Pero ya no era de hielo. Solo de calma. Había aprendido a ser firme… sin ser frío.
A Akita Suou no la volvió a ver desde que se graduaron. Ella viajó al extranjero, becada por su talento, sus idiomas y su sonrisa. Nunca prometieron esperarse. No hacía falta.
Pero esa tarde, bajo la lluvia de primavera, Riku regresó al viejo invernadero de la preparatoria, casi abandonado, por nostalgia o por costumbre. Abrió la puerta oxidada… y ahí estaba ella.
—Te tardaste —dijo Akita, con una sonrisa intacta.
Riku no respondió. Solo se acercó al rincón donde, años atrás, ella había salvado aquella planta. Para su sorpresa… aún vivía. Crecida. Fuerte.
—La regué cada semana antes de irme —dijo ella—. No podía dejar que muriera.
Él la miró por fin, sin barreras. No eran adolescentes ya. Eran dos personas que habían cambiado en silencio… juntas, aunque a distancia.
—Yo también lo hice —dijo él, bajando la mirada—. Regué lo poco que dejaste en mí.
No hubo abrazo inmediato. Solo un silencio, ese mismo silencio que los unió en el inicio, que ahora los envolvía como una promesa no dicha.
No sabían si serían pareja. No sabían qué vendría después.
Pero ambos sabían una verdad:
Que hay heridas que no cicatrizan solas… y hay personas que no salvan, pero acompañan mientras sanas.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
Epílogo: "Las flores que nunca vimos florecer"
Años después, Riku Nakamura volvió a escribir.
No lo hacía desde niño. Pero esa noche, mientras la ciudad de Kioto dormía bajo una lluvia tranquila, se sentó frente a una hoja en blanco y escribió con tinta temblorosa:
> “Nunca supe cómo se sentía el amor.
Solo sabía cómo dolía la ausencia.
Pero entonces, llegaste tú…
No a salvarme.
No a completarme.
Solo a estar.
Y eso fue suficiente para que mi mundo,
por primera vez, no se sintiera vacío.”
Esa carta nunca la envió. La guardó en un sobre, y la dejó dentro del invernadero donde se conocieron. Las paredes estaban cubiertas de musgo, y la vieja planta —su planta— ahora tenía raíces fuertes que rompían el suelo agrietado. Como si la vida se abriera paso… incluso en los lugares más rotos.
Akita Suou llegó días después. Encontró el sobre. Lo leyó. No lloró.
Solo sonrió, como lo hacía cada vez que él no sabía cómo decir lo que sentía.
Y en silencio, dejó algo a cambio: una flor seca dentro de un cuaderno viejo… el mismo en el que había guardado la primera flor que Riku le dio años atrás.
No volvieron a verse por mucho tiempo. Pero donde sea que fueran, sabían que no estaban solos.
Porque hay personas que no se quedan para siempre…
Pero te dejan algo que nunca muere:
La certeza de que, aunque el mundo te rompiera, alguien alguna vez te vio... y no huyó.
Capítulo final: "Donde florecen los que no sabían amar"
Riku Nakamura, ahora de 26 años, caminaba por las calles de Kioto con la misma expresión serena que había cultivado con los años. Era un psicólogo clínico. Ironías de la vida: alguien que no entendía sus propias emociones de joven… ahora ayudaba a otros a entender las suyas.
A veces pensaba en Akita Suou.
No con tristeza. Ni con arrepentimiento.
La pensaba como uno recuerda la lluvia cuando ha vivido en el desierto: algo que no te pertenece, pero que agradeces haber sentido.
Nunca hubo un “te amo”.
Nunca una promesa.
Pero ese pedazo de historia, esos años en que ella simplemente estuvo a su lado, marcaron el inicio de su transformación.
Un día, mientras organizaba sus archivos viejos, encontró el cuaderno. El que ella había dejado con la flor seca dentro. El que él mismo recogió del invernadero.
Lo abrió por pura nostalgia…
Y entonces lo vio: una hoja que no estaba antes.
Una carta.
> “Riku…
Si estás leyendo esto, es porque volviste.
Nunca te pedí nada. Nunca quise una historia perfecta.
Solo quería que alguien como tú supiera que es digno de ser amado, incluso cuando no se ama a sí mismo.
Si estás feliz, no me busques.
Pero si alguna vez tu corazón vuelve a doler como antes…
ya sabes dónde encontrarme.
– Akita”
Su mano tembló.
No por dolor. Sino porque algo dentro de él —ese niño que alguna vez creyó que sentir era peligroso— por fin aceptaba que merecía sentir.
Cerró el cuaderno. Lo guardó en su abrigo. Y caminó hacia la estación.
Esa noche, bajo un cielo de estrellas apagadas, un tren partió hacia Osaka.
No con un hombre buscando amor…
Sino con alguien que, después de tantos años, entendía que sanar no siempre es olvidar. A veces, es recordar con paz.
Y allá, en una cafetería tranquila cerca del mar…
Una mujer de cabello plateado y ojos verdes aún esperaba, con un libro entre las manos.
No sabían si reiniciarían lo que nunca comenzó.
Solo sabían que ambos habían vuelto.
Y eso, una vez más…
era suficiente.