I. La Flor que No Debía Ser Cosechada
En el antiguo colegio enclavado entre colinas nebulosas y jardines que susurraban secretos al viento, ella caminaba con los pasos de quien no se sabe aún flor ni tempestad. Su nombre era Violette, una jovencita de dieciséis primaveras, de aquellas que aún bailan con la inocencia, pero sueñan con ser musas de tempestades.
Cada mañana, al cruzar los corredores de piedra, Violette contenía un estremecimiento suave —no por el frío matinal, sino por el presentimiento de que algo dentro de sí comenzaba a florecer con violencia y dulzura.
Y ese algo llevaba un nombre.
Señor Leontius D’Aragon, profesor de Historia Clásica, caballero de firmes ademanes y voz de terciopelo gastado por los siglos. Sus treinta y siete años no lo doblegaban; por el contrario, le conferían el porte de los hombres sabios que no buscan el fuego, pero que terminan incendiando sin querer. Vestía siempre de luto elegante, con chaleco de lino oscuro, reloj de cadena y un anillo de ónix que tintineaba suavemente sobre su escritorio al escribir.
Los alumnos lo reverenciaban. Las alumnas lo observaban. Pero Violette... lo estudiaba.
Como se estudia un eclipse: sin mirar fijamente, pero sin perder detalle.
II. De Lecciones y Laberintos
Era en el aula donde se encontraban día tras día, separados por apenas un metro y medio de aire cargado. Ella se sentaba siempre al fondo, en el rincón donde el sol vespertino entraba oblicuo y teñía sus cabellos de oro viejo. El maestro nunca la miraba directamente, pero sabía que estaba allí. Como el viento sabe que la rosa le espera.
—“El amor prohibido fue el germen de muchas guerras, y también de muchas obras eternas,” —dijo un día, mientras explicaba la caída de Troya.
Violette bajó la mirada, pero una sonrisa apenas curvada se dibujó en sus labios.
No era el contenido del libro lo que la conmovía, sino la forma en que él pronunciaba ciertas palabras:
“Prohibido”, “fuego”, “destino”.
Las decía como quien recuerda un pecado con dulzura.
Y en aquella frase, pronunciada con distraída precisión, Violette sintió que el mundo entero dejaba de girar por un instante, solo por ella.
III. De Cartas y Silencios
El alma de la joven no hallaba ya reposo. Comenzó a escribir. No diarios, no poemas. Cartas.
Cartas que nunca serían entregadas, y aun así cargaban con la pasión de los mártires.
“Mi Señor D’Aragon,
¿Qué crimen cometo al imaginar sus manos tocando los márgenes de mis libros? ¿Qué ley quebranto al soñar que su voz pronuncia mi nombre como si fuera un conjuro?
Lo sé, lo sé. Soy un juego que no debiera abrirse. Pero ¿acaso no se escribieron odiseas enteras sobre juegos similares?”
Las guardaba entre las hojas del Fedro de Platón, su libro favorito —y casualmente, el que él le había recomendado.
Él, por su parte, no ignoraba del todo la inquietud de aquella mirada.
Sabía, como saben los sabios, que algunas flores no deben olerse de cerca.
Y sin embargo, había comenzado a buscar excusas para alargar ciertas clases. Para preguntar a Violette sobre sus opiniones en voz alta. Para quedarse mirando la ventana mientras ella salía del aula, fingiendo distracción.
IV. El Jardín del Pecado Ligero
Una tarde de lluvia, cuando los demás alumnos habían partido, Violette se quedó.
La excusa: devolverle un cuaderno. La intención: dejar que el silencio hiciera el resto.
—¿Os habéis perdido? —preguntó él sin levantar la vista de sus papeles.
—Tal vez. Aunque también podría decir que me he encontrado. Aquí, entre letras antiguas y... otras presencias. —respondió ella, con voz temblorosa pero firme.
Él alzó la mirada.
Lo que ocurrió en ese instante no fue un gesto, ni una palabra, ni una confesión. Fue un latido. Un pacto no dicho. Un hilo invisible que se tendió entre ellos, cargado de electricidad y de todos los libros de amor jamás escritos.
Y aun así, nada ocurrió.
No hubo caricias. No hubo promesas.
Solo un susurro del profesor:
—“Lo prohibido puede ser divertido... pero también puede arruinar aquello que ni siquiera ha comenzado.”
Y ella, con los ojos brillantes, respondió:
—“Lo arruinado no duele tanto como lo jamás vivido.”
V. Epílogo de una Danza Incompleta
Los días siguieron. Las clases continuaron. Y nunca más se volvieron a quedar a solas.
Pero entre cada línea escrita, entre cada página de historia, la presencia del otro era una constante sombra danzante.
Años después, Violette, ya mujer hecha y escritora de renombre, publicó un libro bajo el título “El Maestro del Invierno”. En sus páginas, una joven y un hombre sabio se rozaban apenas en el tiempo, sin tocarse nunca... pero amándose eternamente en el reino de las ideas.
Y en la dedicatoria, solo una línea:
> A quien me enseñó que el deseo contenido puede ser más poderoso que el consumado.