En la bitácora oculta del alma,
ella anotaba palabras y signos;
y entre las frases de Sócrates y Dalma,
dejaba mensajes tan suaves como himnos.
Frases que él, al corregir el cuaderno,
detenía con la pluma en el aire,
y aunque el deber le dictaba el invierno,
sentía en su pecho brotar el desaire.
“No hay castillo más fuerte que la idea”,
escribió ella en un margen gastado,
y él comprendió —aunque el mundo lo niega—
que ese castillo era también su pecado.
Una tarde gris, bajo lluvia callada,
la joven faltó a la sesión esperada;
y él, sin saberlo, buscó en su mirada
el rincón del aula donde ya no estaba.
Entonces supo lo hondo del lazo:
su ausencia pesaba más que su risa.
El deber, cual hierro, le cruzó el abrazo,
y se tornó su prisión sin la brisa.
Mas al día siguiente, con rostro pálido,
ella volvió, sin hablar del vacío;
y él respiró como quien al mármol
le encuentra latido donde antes fue frío.