Éramos inseparables.
Más que primas: hermanas por elección.
Compartíamos secretos, carcajadas y juegos sencillos que, para nosotras, eran el mundo entero.
Nos gustaba hacer barquitos de papel.
Los doblábamos con paciencia, en silencio o entre risas.
En la bañera, en charcos después de la lluvia, en el río cuando el verano lo permitía.
Había algo en ese gesto —fabricar juntos algo que luego flota, navega, se va— que ahora entiendo demasiado bien.
Yo era tres años mayor, pero eso nunca importó.
En nuestras miradas no había jerarquías, solo complicidad.
Ella se graduó.
Yo estuve ahí, la aplaudí con el corazón hinchado de orgullo.
Poco después, me dijo que se iría.
Y aunque sonreí y fingí que lo entendía, sentí que algo dentro de mí se quebraba… algo que no se oyó, pero que jamás volvió a su sitio.
Seguimos hablando.
Al principio.
Los mensajes cruzaban días y semanas, hasta que el silencio empezó a robar terreno.
No era doloroso.
No aún.
Era como si ambas hubiéramos aceptado, sin decirlo, que el mundo seguía girando… solo que en direcciones opuestas.
Pasó más de un año.
Cuando volvió, corrí a abrazarla.
La abracé como quien vuelve a respirar después de mucho tiempo bajo el agua.
Ella sonrió.
Hablamos.
O bueno… yo hablé.
Traté de contarle todo, de recuperar algo.
Lo intenté.
La escuché poner música que ya no conocía.
Mencionó nombres que no me decían nada.
Salía, reía, hablaba.
Y yo, aunque sonreía a su lado, comencé a notar que me sentía sola… incluso estando con ella.
Su vida era otra.
Y yo… seguía siendo la misma que la esperaba con dos barquitos de papel en las manos.
Los días pasaron.
Compartimos ratos.
Pero cada vez que el silencio caía entre nosotras, me dolía el pecho.
Me dolían las palabras que no podía decir: que la extrañaba como antes, que no sabía cómo acercarme a alguien que ya no estaba realmente.
Y me dolía más porque no la culpaba.
Solo la extrañaba.
Aquel día, me senté junto al muelle.
Ella a mi lado, distraída, viendo el agua.
Hice dos barquitos.
Uno para ella.
Uno para mí.
Era un gesto tonto, pero íntimo, nuestro.
Se levantó.
Dijo que tenía que irse.
Ni siquiera miró los barquitos.
Y yo… esperé a que sus pasos se apagaran.
Luego los tomé en las manos, los miré una última vez… y los rompí.
Me quedé allí, escuchando el correr del agua, llorando en silencio.
No por rabia.
Sino por el duelo de una amistad que fue todo y que, sin hacer ruido, se había ido.
Esos fueron los últimos barquitos de papel que haré en mi vida.
Porque entender que alguien sigue existiendo… pero ya no contigo, es una de las despedidas más crueles que existen.