Otro amanecer, otro paso cansado hacia ese lugar que, aunque se llamaba "trabajo", hacía tiempo había dejado de ser un espacio de realización. Lo sostenía por necesidad, no por gusto. Su motor, su fuerza, eran sus hijos. Ellos eran la razón por la que se levantaba cada mañana, por la que tragaba saliva cuando el nudo en la garganta le impedía hablar, por la que dibujaba una sonrisa que ya no sentía.
Trabajaba en una pequeña panadería de barrio. Un lugar que olía a pan recién horneado, a azúcar, a rutina. Allí, las semanas se repartían entre los roles de mostrador, repostería y bizcochos. Aquella semana, como otras tantas, le tocaba el mostrador. El lugar donde el cuerpo atendía y la mente sobrevivía.
La llegada de una nueva empleada meses atrás había enturbiado el poco consuelo que encontraba en su jornada. Al principio parecía amable, pero pronto mostró el veneno que llevaba dentro. Quizá por envidia, quizá por sentirse con derecho al ser hija de la cajera, o simplemente por ego. La insultaba sin motivo: que se hacía la tonta, que caminaba como en una pasarela, que iba al baño demasiado seguido sin siquiera imaginar que detrás de cada ida al sanitario había un cuerpo exhausto, una vejiga adolorida, un alma queriendo respirar.
Y aun así, ella resistía.
El trabajo no era ligero: había que mantener las charolas limpias, el pan acomodado, las vitrinas impecables. Pero lo más difícil era eso: fingir alegría. Sonreír mientras por dentro solo quería llorar.
Ese día, como tantos otros, llegó un cliente habitual. No era mucho mayor que ella, tal vez unos cinco o seis años. Desde la primera vez, él intentó cruzar la línea invisible entre vendedor y comprador. Primero fue un saludo amable. Luego preguntas cada vez más personales: su nombre, dónde vivía, si tenía hijos, si era soltera. Y al final, como era predecible, la petición: su número telefónico. Según él, solo para "platicar".
Ella no quería. Ya había leído esas intenciones desde el primer día. Primero lo ignoró, pretendiendo no oírlo. Pero ante la insistencia, contestó:
—Lo siento, pero no.
—¿Por qué? —preguntó él, aún con sonrisa confiada.
—Porque no puedo dar mi número, disculpa. Además, estoy atendiendo y no puedo estar charlando aquí... Me van a llamar la atención.
Él insistió. Entonces ella, con la firmeza que solo da la experiencia y las heridas, fue clara:
—Mira, en serio no me interesa conocer a nadie, ni siquiera como amigo. Tengo tres hijos, como ya sabes, y ellos son mi prioridad. No puedo, ni quiero andar de amiga de nadie. Disculpa.
Después de eso, él dejó de insistir. Siguió yendo, porque era un cliente, además de mini empresario, insistió una vez más fuera del mostrador, creyendo que podría convencerla, pero ella, con astucia casi infantil, después de ello, buscaba siempre la manera de no cruzarse con él. A veces hasta fingía estar ocupada, o se escabullía un momento al fondo. Se reía por dentro. Jajajaja, pensaba, qué curioso se vuelve uno cuando ya no tiene paciencia para estupideces.
Y es que, desde que el padre de sus hijos menores la dejó, había cambiado. En la vida real, ya no permitía que ningún hombre se le acercara si intuía que venía con doble intención. Había desarrollado un radar, una especie de escudo invisible. En internet, la historia era distinta, pero no tanto: casi no se le acercaban, y los pocos que lo hacían tenían que pasar por filtros invisibles. Si alguno la intrigaba por su forma de hablar, si algo en él parecía sincero, conversaba. Pero si asomaba la grosería, el deseo disfrazado de charla casual, el intento de convertir cada palabra en sexting, ella era tajante. Se volvía fría, directa. Incluso por mensaje, lograba dejar claro que no había paso para ellos.
Había aprendido a decir no. A cuidar su espacio. A entender que su paz no era negociable.
Era un día cualquiera, sí. Pero no uno más. Porque cada vez que elegía el respeto propio sobre la costumbre, la dignidad sobre el miedo a la soledad, se acercaba un poco más a esa mujer que algún día soñó ser. Aquella que era feliz sola, pero no se cerraba a encontrar ese amor compartido... Porque el amor propio y para sus hijos, ya era completamente suyo...