Las gardenias en los floreros parecían demasiado quietas. Como si también escucharan.
La mansión de los D’Aragon resplandecía en su banquete anual. Cristales tintineaban en brindis elegantes, las carcajadas fingidas se mezclaban con la música viva de un cuarteto, y detrás de abanicos y encajes se tejían viejas deudas disfrazadas de cortesía. Desde lo alto de las escaleras, una dama de la aristocracia —la Condessa Isolde de Valois— observaba. Su sonrisa era lánguida, curiosa… peligrosa. Nadie notó que sus ojos no seguían a los músicos, sino a una figura que se deslizaba entre las sombras: una mujer de vestido negro que caminaba como si perteneciera a otro siglo.
Elvira Marceau.
No había registros de su linaje, ni recuerdos en las memorias más viejas. Sólo una presencia exquisita y un rostro que podía ser de cualquiera… o de nadie. Dicen que habló con el Duque al oído durante un vals. Que le prometió una verdad que nadie más podía ofrecerle. Pero todo eso son rumores.
Mientras tanto, lejos del salón, dos hombres—Roc y Matthieu, disfrazados de sirvientes—irrumpían en el despacho del Duque. El lugar olía a cuero y papel envejecido. Buscaban planos, escrituras, pergaminos ocultos bajo suelos falsos. Oro disfrazado de tinta. Poder disfrazado de tradición.
Desde lo más alto, entre columnas y penumbra, una figura se mantenía inmóvil. No hablaba. No parpadeaba. Algunos decían que era una estatua. Otros… que no.
Entonces sucedió.
La Condessa, con una lentitud ceremoniosa, lanzó sus cartas sobre una pequeña mesa de mármol. El sonido de las cartas chocando contra la piedra fue leve, casi íntimo. El diez de espadas cayó de último.
En ese exacto segundo, los candelabros titilaron. Se escuchó un grito ahogado desde el segundo piso.
Un sirviente corrió. Alguien jadeó. Las copas temblaron.
El Duque estaba muerto. Solo y rígido sobre su trono de mármol, como si hubiera esperado ese final.
El caos comenzó.
Gritos. Órdenes cruzadas. Las puertas se cerraron con un golpe seco. Nadie podía salir. Nadie debía escapar. Nadie…
Excepto Elvira.
Y allí estaba: en un corredor largo y oscuro, avanzando con una determinación que no pertenecía a este mundo. Su vestido ondeaba con cada paso como la sombra de un cisne negro, suave y letal. El eco de sus tacones se deslizaba como un susurro en el mármol, elegante, aterrador. Su cabello recogido, perfectamente trenzado con perlas, parecía no moverse… salvo en los instantes precisos que desafiaban la lógica.
Atrás, los pasillos se llenaban de gritos. Nombres. Sospechas.
Ella no miraba atrás.
Sólo avanzaba, bailando con las sombras, como si ese fuera el plan desde el principio. Como si ella no hubiese tocado jamás al Duque.
O como si lo hubiera hecho con tanta gracia… que nadie lo sintió.