No hay transición.
Solo un crujido sordo.
El eco de los gritos de sus seres queridos aún le retumba en los oídos cuando sus ojos se abren, siempre en el mismo amanecer tibio. La luz aún no ha rozado los tejados, el aire huele a pan recién horneado, y todo está… intacto.
Y eso lo hace peor.
Porque mientras todos sonríen, ajenos, Elia carga el olor a cenizas, las imágenes de cuerpos inertes, el calor de una mano que se apagó entre las suyas. Otra vez. Cada emoción permanece aferrada a su piel como una quemadura perpetua.
Camina por las calles como un fantasma entre los vivos. A veces intenta fingir. Otras no puede. Llora en medio del mercado. Se ríe de nervios al ver la cara de alguien que en pocos días dejará de existir.
Y entonces se repite la promesa. Esa promesa rota que se ha clavado como mantra:
“Esta vez los voy a salvar. Lo juro. A cualquier costo.”
Pero eso también lo ha dicho mil veces.
Hoy, sin embargo, el aire cambia. Como si el mundo supiera que algo más lo observa. Una grieta apenas visible corta el cielo en dos. Y de ella… sale ella.
Más alta. Más oscura. Más vacía.
Su reflejo, su reverso. La Elia que dejó de reconstruir y eligió destruir. La que ya no carga el dolor, porque lo usó como arma.
—“Creí que esta versión ya no se levantaría.”
—Hace una pausa. Sus ojos no contienen furia, sino lástima.
—“Qué pérdida de tiempo.”
Elia da un paso atrás. El aire tiembla. Las hojas flotan al revés. El calor del sol parece herir.
—“¿Quién… eres tú?” —susurra, aunque ya lo sabe.
—“Somos la cicatriz del tiempo... Tú solo olvidaste sangrar.”
Y entonces ocurre:
El mundo comienza a colapsar antes de lo previsto. Un cuervo cae del cielo sin alas. El reflejo en las ventanas muestra una ciudad ardiendo… que aún no ha ardido.
—“La piedad…” —murmura la otra Elia mientras alza la mano,
—“…es la forma más elegante de rendirse.”
Y cuando Elia se quiebra, cayendo de rodillas, entre la bruma de una realidad que se desgarra a su alrededor, una última frase titila en su mente: un fragmento que no pertenece al presente, ni al recuerdo… sino al porqué detrás de cada regreso.
“No morimos cuando el mundo se rompe. Morimos cuando olvidamos por qué lo reconstruíamos.”
Y en ese instante, entre ruina y reflejo, algo profundo cambia.
No en el mundo.
Sino en ella.