El cuarto aún estaba sumido en esa penumbra dulce del amanecer, cuando el sol apenas comienza a filtrar su luz por las cortinas. En la cama, ella permanecía enredada entre las sábanas, con el rostro semiescondido y los ojos entrecerrados, flotando en ese limbo tibio entre el sueño y el despertar.
Desde la silla frente a la computadora, él giró apenas la cabeza, esbozando una sonrisa suave.
—Amor, ¿quieres un café? —preguntó con voz serena, como si no quisiera romper la calma.
—Sí… —respondió ella, su voz arrastrada por el sueño, casi un suspiro.
Él se levantó sin prisa, caminó hacia la cocina y el aroma del café comenzó a invadir la casa como una caricia invisible. Al regresar, colocó dos tazas humeantes sobre el escritorio y volvió a sentarse frente a la pantalla.
—Ya está listo —anunció, sin alzar mucho la voz, pero con la firmeza suficiente para alcanzarla.
Ella alzó la cabeza lentamente, aún con la lentitud de quien se resiste a abandonar el refugio de las sábanas. Se desperezó, dejando que el camisón corto de seda se deslizara sutilmente sobre su piel. Caminó descalza, como flotando, y se dirigió hacia él guiada por el olor del café… y por él.
Al llegar a su espalda, lo rodeó con los brazos en un abrazo que fue más caricia que gesto, apoyando el cuerpo contra el suyo con la confianza del amor cotidiano. Inclinó la cabeza y le dio un suave beso en la mejilla.
Él cerró los ojos un instante, sonrió, y por un momento el mundo se volvió exactamente como debía ser: tranquilo, tierno, compartido...