A sus diecisiete años, Erik caminaba por Roque González como quien pisa tierra floja. En el colegio lo tenían por buenazo: delantero del equipo de fútbol, buen físico, siempre con la sonrisa lista. Pero todos sabían que algo raro había en él. O mejor dicho, lo sospechaban desde que lo veían con Mark. Entonces, empezaban las risitas, los codazos, las frases cortadas con veneno.
—¿Otra vez con el putito ese? —le tiró uno en el vestuario, apenas la semana pasada.
Erik se rió, como si no le doliera. Dijo que era para que le explicara química, que el loco sabía inglés y que, además, le pasaba la tarea.
Pero por dentro se le estrujaba algo. Mark no era “tarea”. Mark era distinto. Lo conocía desde chico, y aunque nunca se habían besado ni dicho nada de “eso”, había miradas, silencios, y una forma de estar juntos que le apretaba el pecho. A veces se rozaban los brazos y Erik no se alejaba. Al contrario, quería que no terminara nunca.
Esa tarde, Mark le pidió encontrarse en el lago, donde siempre. Erik aceptó, pero algo en su cuerpo estaba tenso, como si esperara una desgracia. Sabía que algunos del equipo estaban por ahí, pescando. Y si lo veían con Mark otra vez…
Se sentó bajo un árbol, escuchando el canto de las chicharras. La brisa era tibia, el olor a pasto seco, a monte viejo. Vio aparecer a Mark desde lejos, en su bicicleta vieja, avanzando entre los pastizales altos. El cielo azul empezaba a mancharse de nubes sucias.
Kant, el perro de Erik, salió corriendo a recibirlo. Mark, incómodo, agitó las manos.
—¡Tereho, jagua! (¡Andate, perro!) —gritó, haciéndolo retroceder.
Erik se rió bajito. Mark hablaba poco, pero cuando lo hacía, a veces mezclaba guaraní como lo hacía su abuelo. Le parecía lindo eso. Familiar.
Se sentaron cerca, codo con codo. Erik entrelazó sus dedos con los de Mark. Era algo que no hacían mucho, pero cuando pasaba, parecía natural. Hasta que Erik rompió el momento.
—No puedo hacer esto, Mark. No pueden verme contigo.
Mark le soltó la mano como si lo hubiera quemado. Se quedó quieto, la mirada en el suelo.
—Che ha’e ndéve chéve g̃uarã revale. (Te dije que para mí vos valés.)
Erik no respondió. Se apoyó en su pecho como buscando consuelo, pero enseguida se alejó. Lo miró con tristeza, pero también con miedo.
—No quiero que estés con esos amigos tuyos... los raros. Vas a parecer uno de ellos. Muy puto.
La palabra quedó colgando como un golpe seco. Mark tragó saliva. Sus ojos, que siempre eran serenos, ahora estaban oscuros.
Erik continuó:
—¿Me vas a odiar ahora? Podrías... podrías cambiar. Yo soy macho, ¿entendés? Me gusta el fútbol, las minas. Vos... vos tendrías que buscarte a alguien como vos. Uno más... más puto.
Mark no dijo nada. Solo guardó las cosas en silencio, con movimientos lentos y medidos. Se subió a la bicicleta. Ya no iba por el camino de siempre. Tomó el desvío que pasa al costado del campo grande. No quería que Erik lo siguiera.
Antes de irse, sin mirarlo, le dijo:
—Aikóta che róga. Jajotopá ko’ẽrõ. (Me voy a mi casa. Nos vemos mañana.)
Y pedaleó despacio, dejando atrás el lago, el árbol, a Erik.
El camino estaba polvoriento. El calor apretaba. Pasó por debajo de una columna de alta tensión. El zumbido eléctrico lo rodeó como un enjambre invisible. Levantó la vista. Los cables se perdían en el cielo gris. Se sintió chiquito, como si no importara, como si el mundo estuviera armado para que él no encaje.
Le ardían los ojos. El aire olía a humo lejano y a tierra caliente. Pensó en Erik. En lo que fueron. En lo que no se atrevieron a ser.