Desde mi más tierna infancia, la felicidad fue una desconocida. Mi hogar no era un refugio, sino un campo de batalla constante. Los gritos de mis padres rasgaban el aire, una banda sonora ininterrumpida de discusión tras discusión. Recuerdo el sabor amargo del miedo, el nudo constante en mi estómago cada vez que escuchaba la voz de mi madre elevarse. Las peleas no eran solo verbales; eran una danza macabra de objetos volando, de puertas azotadas, y, con demasiada frecuencia, de golpes y más golpes hacia mí. No importaba cuánto intentara desaparecer, cuánto me encogiera en mi rincón, siempre era el blanco de la ira acumulada, el saco de boxeo emocional para la frustración de sus vidas deshechas.
La infidelidad de mi madre añadió otra capa de podredumbre a ese lienzo ya oscuro. El engaño era un secreto a voces, una sombra que se cernía sobre nuestras cabezas, pudriendo lo poco que quedaba de la fachada familiar. Los golpes se volvieron más frecuentes, más brutales, cada uno dejando no solo una marca física, sino también una cicatriz imborrable en mi alma. Pero nada, absolutamente nada, pudo prepararme para la noche en que la violencia alcanzó su clímax horripilante.
La discusión de esa noche se sentía diferente, cargada de una energía ominosa. Los gritos eran más agudos, los golpes más fuertes. De repente, la vi. Mi madre, con una mirada vacía y una furia incontrolable, blandía un cuchillo de cocina. El aire se volvió denso, el tiempo se detuvo. Con un movimiento rápido y brutal, lo hundió en el pecho de mi padre. El sonido, un crujido sordo, se grabó a fuego en mi memoria. Lo vi caer, la sorpresa y el dolor reflejados en sus ojos antes de que la luz se apagara. Mi padre perdiendo la conciencia, su cuerpo inerte desplomándose, dejó un vacío atronador en el ya caótico espacio.
El pánico me envolvió, un grito silencioso atrapado en mi garganta. Intenté moverme, ayudar, pero mi cuerpo no respondía. Y entonces, en un parpadeo distorsionado por el horror, la escena se invirtió. Mi madre, que segundos antes había sido la agresora, yacía ahora en el suelo. Una gran cortada en su garganta, una herida grotesca de la que brotaba un río carmesí, empapaba la alfombra. El charco de sangre rodeándonos a los tres, un macabro mapa de tragedia y desesperación. Yo, inmóvil, atrapada en el centro de ese infierno personal. El shock fue tan profundo que el mundo se desvaneció.
Caí en una oscuridad profunda. Cuando mi conciencia regresó, fue solo para ser atormentada por el constante pitido molesto que marcaba mis pulsaciones, una señal exasperante de que, de alguna manera, seguía viva. La penumbra que me rodeaba era un velo constante, roto solo por los sollozos de mi débil padre a mi lado, un sonido que me mortificaba hasta lo más profundo de mi ser. Podía sentir su dolor, su impotencia, y mi propia incapacidad para responder, para tranquilizarlo, me consumía. El tiempo no tenía sentido en esa cueva de oscuridad. Los días se fundían en noches, las semanas en meses, mientras yo flotaba en un limbo entre la vida y la muerte.
Fueron dos largos años de inmovilidad, de silencio interior, hasta que un día, la oscuridad comenzó a disiparse. Un brillo tenue, luego una luz cegadora. Desperté. "Un milagro", decía el doctor, su voz amortiguada y lejana al principio. Y sí, era un milagro. No es normal despertar después de haber estado en estado vegetativo, después de tanto tiempo, sin secuelas peores. El camino de regreso a la funcionalidad fue arduo. Cada músculo era un extraño, cada movimiento un desafío. Tuve que someterme a fisioterapia intensiva, un proceso lento y doloroso para volver a caminar, para recuperar el control de mi propio cuerpo. Cada paso, cada avance, era una pequeña victoria contra la inercia que casi me consume.
Cuando finalmente pude entrar a secundaria, creí que la pesadilla había terminado, que podría empezar de nuevo. Pero el pasado, como una sombra persistente, me siguió. La historia de mi familia, el horror que vivimos, se había filtrado. No tuve amigas; todos se enteraron de mi pasado. Los susurros se volvieron cuchicheos, los cuchicheos en miradas acusadoras. Las palabras eran dagas: "Tu madre se mató por tu culpa", decían. Una y otra vez, la misma condena, pronunciada por voces que no entendían, que no sabían el infierno que había vivido. Y lo más doloroso era que, ante esas acusaciones crueles y sin fundamento, yo no podía hacer nada. Las palabras se me atragantaban, el dolor me paralizaba, y la impotencia me consumía, dejándome sola, de nuevo, en una oscuridad que parecía no tener fin.
Mi declive fue notorio, una espiral descendente que no pude ocultar por mucho tiempo. Hasta mi padre se dio cuenta. Su impotencia se transformó en acción, y su primer paso fue demandar a la institución por su inacción, por no protegerme de la crueldad de mis compañeros. Contrató tutores privados para que mis clases se dieran en casa, lejos de los susurros y las miradas acusadoras. Y, lo más importante, trajo a mi vida a un psicólogo con diez años de experiencia, un hombre paciente y comprensivo que, poco a poco, me ayudó a desentrañar el nudo de dolor y culpa que me oprimía.
Fue un proceso lento, plagado de recaídas, pero fui mejorando. Las sesiones de terapia se convirtieron en un refugio, un espacio donde pude empezar a procesar la tragedia. Aprendí a entender que lo que había pasado no era mi culpa, que las circunstancias eran complejas y ajenas a mi voluntad. Aunque ya no me culpo por la muerte de mi madre, una sombra persistente me acompaña: el miedo a hacer cosas nuevas. Cada decisión, cada cambio, se siente como un salto al vacío, una amenaza latente que podría desequilibrar la frágil estabilidad que he logrado construir.
Siete años después de aquel coma que marcó mi vida, cuando finalmente empezaba a sentirme un poco más anclada a la realidad, mi padre me sorprendió con una noticia. Me presentó a Silvia, su nueva novia, y a su hijo, Bruce, de dieciocho años, uno mayor que yo. Intenté, de verdad, aceptar esta decisión con madurez, con la mente abierta, pero una parte de mí se resistía con todas sus fuerzas.
Silvia era, a todas luces, una mujer increíble. Mil millones de veces mejor que mi madre en todos los aspectos imaginables. Era amable, comprensiva, y exudaba una calidez que yo no recordaba haber sentido en mi propio hogar. Sin embargo, a pesar de sus virtudes, un terror irracional se apoderaba de mí. Tenía miedo de llevarme demasiado bien con ella, de crear un vínculo profundo, solo para que, inevitablemente, ella y mi padre se separaran y yo volviera a perder a alguien importante en mi vida. La idea de una nueva pérdida era simplemente insoportable.
Curiosamente, con quien me resultó más fácil conectar fue con Bruce. Desde el primer momento, hubo una química extraña, una especie de entendimiento silencioso. Él no me miraba con lástima ni con curiosidad morbosa. Simplemente me veía a mí. Fue él quien tomó la iniciativa de cambiar su rutina; decidió tomar también clases en casa para hacerme compañía. Su gesto fue un bálsamo para mi alma solitaria. Compartir las horas de estudio, las pausas, las risas esporádicas, empezó a disipar la nube de aislamiento que me había rodeado durante tanto tiempo. Su presencia era un ancla inesperada en un mar de incertidumbres.