La noche había caído en Astralis, silenciosa, interrumpida solo por el susurro del viento que cruzaba las hojas secas en el suelo. En el refugio construido por las hijas y parejas, todo parecía en calma. Pero Bonnie no dormía.
Llevaba horas junto a Iris, sentada en el borde de su cama, con la mano entrelazada a la de ella. Desde que los síntomas habían regresado, Bonnie no la dejaba sola. Aunque la cura había funcionado una vez, la recaída de Iris, leve al principio, volvió con una violencia inesperada. No fue inmediata. Primero fueron las manos que temblaban. Luego, las palabras que no salían. Después, el dolor.
Y ahora, estaba allí. Silenciosa. Viva, pero ausente.
—Te prometí que no volverías a estar sola… —susurró Bonnie, besando con ternura los nudillos de Iris—. Te lo dije aquella noche, ¿recuerdas? Cuando aún no podías moverte, cuando me miraste con tus ojos llenos de dolor… y esperanza.
Iris no respondía, pero su rostro seguía conservando aquella paz tenue, como si pudiera escucharla, como si la sintiera todavía.
Bonnie apretó su mano con fuerza, conteniendo las lágrimas.
—Te dije que te cuidaría incluso cuando ya no pudieras hablarme. Que te contaría historias para que no olvidaras nuestra historia.
Se incorporó lentamente y caminó hacia la ventana, mirando las luces distantes de los demás hogares en el valle. La luna bañaba la tierra con su resplandor frío.
—¿Te acuerdas del primer día que me dijiste “te amo”? Fue tan simple… tan inesperado. Estabas molesta, frustrada porque una batalla no había salido bien. Pero yo solo me acerqué, te abracé por detrás y te susurré al oído que no necesitabas ser fuerte todo el tiempo.
Bonnie dejó escapar una pequeña risa quebrada.
—Y entonces lo dijiste. “Te amo, tonta”. Así. Sin drama. Sin advertencia. Como si lo hubieras estado esperando por años.
Miró sus propias manos. Ya no eran las de una niña. El tiempo las había marcado. Las cicatrices de los años en ruinas, de las pérdidas, de los hijos y de la lucha por sobrevivir. Pero lo que más dolía no eran las marcas físicas, sino el vacío que crecía cada vez que sentía que Iris se le iba más y más.
Volvió a la cama, tomándole la mano con dulzura.
—Hoy Renn me preguntó si recordabas su nombre… —murmuró—. No supe qué decirle. Le dije que sí. Que claro que sí. Pero en tus ojos no había una señal. Solo un suspiro…
Acarició los cabellos de Iris, que aunque más delgados, conservaban la suavidad de siempre.
—Aria también volvió —añadió, con una sonrisa rota—. No quiso quedarse, pero me abrazó. Me dijo que hiciera lo correcto. Que dejara ir, si era necesario.
Bonnie negó con la cabeza. Su voz era apenas un aliento:
—¿Cómo se deja ir a alguien que te sostuvo cuando todo el mundo se venía abajo?
Silencio.
Y en ese silencio, algo se movió.
Iris parpadeó.
—…Bonnie…
Fue un susurro. Un milagro.
Bonnie se sobresaltó. Sus ojos se abrieron de golpe. Las lágrimas empezaron a caer sin pedir permiso.
—¡Iris! —gritó con el corazón al borde—. ¡Iris, estoy aquí!
Los ojos de Iris temblaban, como si intentaran escapar del sopor, como si lucharan por regresar. Movió los labios otra vez, pero ya no hubo sonido. Solo respiración.
—¡Tranquila, tranquila! —susurró Bonnie, besándole la frente con desesperación—. No hables. Solo… quédate aquí. Quédate conmigo.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Iris.
Y entonces volvió a hundirse en el silencio.
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Pasaron los días. Las parejas intentaban crear una segunda cura. Algo más fuerte. Las hijas recorrían zonas peligrosas para buscar componentes raros, incluso más allá de las fronteras seguras.
Pero el tiempo no perdonaba.
Y Bonnie lo sabía.
Cada noche era más difícil despertar a Iris.
Cada palabra costaba más.
Cada mirada duraba menos.
—He pensado en lo que dijiste hace meses —susurró Bonnie una noche, tendida junto a ella—. Que querías que tuviéramos otro hijo. Que lo soñaste… que era una niña con mis ojos y tu sonrisa.
Le acarició la mejilla, dejando que una lágrima rodara.
—Se llamaría Elara. Le contaríamos historias de nuestras aventuras. De cómo me salvaste tantas veces… incluso cuando no lo sabías.
Pausó. Respiró hondo.
—Pero no quiero tenerla si no estás conmigo. No tendría sentido…
Iris no respondió.
Pero su mano se movió apenas. Un gesto leve, tembloroso.
Bonnie se aferró a ese instante como quien sostiene la última chispa en una tormenta.
—Si estás luchando por quedarte… por favor… lucha un poco más.
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Una noche, Bonnie la llevó al acantilado. El mismo donde se dieron su primer beso como pareja.
Las otras no se opusieron. Sabían que era un adiós anticipado. Iris, aún con el cuerpo frágil, fue llevada con cuidado por Bonnie, en brazos, envuelta en una manta. Sus ojos se abrían con lentitud, pero brillaban por instantes bajo la luna.
Se sentaron allí, en silencio.
—El mar se ve igual… —dijo Bonnie—. Pero nosotras ya no lo somos.
Iris giró el rostro lentamente. Sus ojos se clavaron en los de ella.
Y entonces, habló.
—No llores por mí, Bonnie…
La voz era quebrada. Lenta. Pero clara.
—Lloraré… porque te amo… y no quiero perderte —susurró Bonnie, apretando su mano—. No otra vez.
—Vivimos más que otras… —Iris murmuró—. Vivimos lo suficiente para tener hijas, para amar, para luchar…
Cerró los ojos un instante. Luego, los abrió de nuevo.
—Y quiero que sigas. Que no mueras conmigo… ni aquí… ni en el alma.
Bonnie bajó la cabeza, mordiéndose los labios para no llorar.
—Iris…
—Prométeme… que si me voy… seguirás viviendo.
Bonnie no respondió. La brisa sopló fuerte. El silencio fue largo.
Y al final, asintió.
—Iris… si te vas, me vas a llevar contigo. Pero sí… viviré. Viviré por ti.
Ambas sonrieron. Una sonrisa débil. Dolorosa.
Y cuando Bonnie volvió a mirar los ojos de Iris… ya no estaban abiertos.
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Los días siguientes fueron un vacío.
Nadie habló mucho.
Las hijas rodearon a Bonnie, en silencio, abrazándola. Renn lloraba. Las otras parejas se turnaban para estar a su lado. Pero ella apenas comía. Apenas dormía.
La llevaron de nuevo al acantilado para despedir a Iris, donde plantaron un árbol.
Bonnie colocó entre las raíces un listón violeta y una nota:
> “Aquí florecerá tu nombre en cada estación. Y cuando el viento me toque, sabré que me abrazas”.
Los días pasaron. Los meses. Bonnie no hablaba mucho. Pero una noche, Serena la encontró escribiendo.
—¿Estás bien?
Bonnie sonrió débilmente.
—Voy a tener una hija.
Serena la miró, sin comprender.
—¿Con Iris?
Bonnie asintió.
—Guardé una muestra de su ADN… mucho antes de que supiera que podíamos perderla. Quiero traerla de vuelta… aunque sea una parte de ella.
Y así lo hizo.
Nueve meses después, una niña nació con el cabello oscuro de Iris y los ojos dorados de Bonnie.
La llamó Elara.
Y cada noche, mientras la acunaba, le cantaba la canción que Iris le había susurrado una vez cuando estaban en ruinas:
> “Aunque el mundo se derrumbe, mi alma caminará contigo. Y si el sol se apaga, seré tu fuego en la oscuridad.”
Elara nunca conoció a Iris.
Pero cada vez que Bonnie hablaba de ella, parecía que nunca se hubiera ido.
Porque el amor, cuando es verdadero, no muere.
Solo cambia de forma....