Él nunca fue bueno amando.
Era un bruto.
Un idiota hecho de rabia, con los nudillos siempre marcados de orgullo y la lengua afilada como cuchilla.
Gritaba cuando no sabía sentir.
Empujaba cuando alguien se acercaba demasiado.
Y aun así, ella se quedó.
Aquella tarde no fue distinta.
Estaba discutiendo con un compañero, lanzando palabras como piedras.
Insultos. Empujones. Más odio que sentido.
Hasta que ocurrió.
No un grito.
No una caída.
No un desmayo.
Solo un silencio.
Denso. Repentino. Irreal.
Y algo en su pecho… se quebró.
No era suyo. No venía de él.
Pero lo sintió.
Lo sintió como si una fuerza invisible le hubiese arrancado el alma con los dientes.
Giró la cabeza y la vio.
Ella, su ella, la única que lograba verlo sin miedo, estaba temblando.
No hablaba. No pedía ayuda.
Solo temblaba, como una flor a punto de caerse del tallo.
Corrió.
Y en ese instante, algo cambió en él.
Sus manos dejaron de ser armas y se volvieron alas.
Fue delicado. Ridículamente delicado. Como si tocarla fuese peligroso. Como si con solo rozarla pudiera terminar de romperla.
Los demás miraban. Pero no les habló.
A ellos los siguió tratando con la misma indiferencia brutal de siempre.
Cuando se la llevaron en la ambulancia, él se quedó quieto.
No por calma.
Sino porque ya no sabía si su corazón seguía latiendo o solo era el eco del de ella.
Y entonces, ocurrió lo inevitable.
Dejó de sentirla.
No físicamente. No en un plano lógico.
Algo dentro de él se desenganchó, como si hubiese estado atado a un alma que ya no estaba.
Y el lugar donde antes la sentía…
se llenó de un vacío tan violento, tan monstruosamente real, que casi le hizo perder el equilibrio.
Rugió.
Como una fiera con el corazón hecho trizas.
Golpeó paredes. Gritó blasfemias. Maldecía al aire como si pudiera cambiar lo irreversible.
Y en medio de ese caos, lo llamó:
a su suegra.
—Decime que está bien.
—Por favor, decime que está bien.
Pero no.
Solo sollozos.
Y entonces lo supo.
Lo supo sin que hiciera falta una palabra.
Y lloró. Una sola lágrima. Dura. Fría. Inmunda.
No se detuvo a pensar. Corrió.
Entró al hospital como un huracán.
Lo dejaron pasar porque nadie se atrevió a detener a un hombre que parecía más animal que persona.
Al entrar a la habitación, lo vio:
su suegro, arrodillado frente a una camilla.
Destrozado.
Vulnerable.
Y él… no lloró.
No todavía.
Se acercó.
La vio.
Su amor.
Su tormenta.
Su todo.
Yacía allí. Inmóvil. Pálida.
Y entonces, su corazón —ese órgano maldito que nunca aprendió a latir tranquilo— colapsó.
Gritó.
Pero no como antes.
Fue un grito desgarrado. Ancestral. Como si gritara con todos los hombres rotos que alguna vez amaron demasiado tarde.
Lloró con rabia.
Con desesperación.
Con la impotencia de quien dio demasiado poco y lo perdió todo igual.
Intentaron sacarlo.
No podían.
Su cuerpo entero temblaba.
Se aferró a la camilla. Suplicó. Maldijo. Golpeó. Lloró.
Y finalmente, se rindió.
Sus piernas cedieron.
Su mirada se apagó.
Sus labios seguían moviéndose, como si rezara o maldijera en voz baja.
Y cuando lo sacaron, él ya no estaba ahí.
Estaba en ese otro mundo donde se va la gente cuando el alma se les rompe.