Nunca se besaron. Pero todos en la cuadra sabían que Elena y Tomás se amaban.
Ella vivía en el 3°B, con su madre enferma y su voz de radio antigua. Él, en el 3°C, con sus vinilos de Spinetta y un gato blanco que dormía en la ventana como un ángel. Se cruzaban todos los días a las siete de la tarde, cuando ella bajaba a comprar pan, y él subía con el termo bajo el brazo. Se miraban. Apenas. Pero en esas miradas había más historia que en cien cartas de amor.
Un martes de julio, la portera los vio sentados juntos en la terraza, compartiendo un mate. “Por fin”, pensó. Pero no escuchó risas ni voces. Solo silencio. Un silencio espeso, como si el mundo se hubiese detenido para no interrumpirlos.
A la mañana siguiente, Elena no bajó. Y Tomás no subió. El edificio volvió a su rutina, pero algo había cambiado. El aire estaba distinto. Como si alguien hubiera cerrado una puerta muy despacio.
Pasaron los días. Luego las semanas. Nadie volvió a verlos. El 3°B y el 3°C quedaron vacíos. Ni mudanza, ni notas. Solo ausencia.
La portera subió a la terraza una tarde, por nostalgia. Y ahí estaban: dos mates vacíos sobre una mesa de hierro oxidado, y una flor marchita entre ellos.
Desde entonces, cada 13 de julio, los vecinos aseguran ver una sombra doble en la terraza al atardecer. No hacen nada. Solo se miran. Como siempre.
Pero a veces, si el silencio es profundo y el sol cae justo detrás de los edificios, se escucha un susurro:
—¿Me cebás uno más?.
𝙰𝚞𝚝𝚘𝚛𝚊: 𝙲𝚊𝚝𝚑𝚢