En Buenos Aires, hay calles que no figuran en ningún mapa, aunque los vecinos juran haberlas pisado alguna vez. Una de ellas cruza San Telmo, entre Bolívar y Balcarce, como si se deslizara en secreto entre los adoquines. Nadie sabe su nombre, pero todos la llaman la Calle de las Letras Muertas.
Allí, justo frente a una tapia cubierta de enredaderas secas, está la Librería Arriazu, un local tan angosto que parece una grieta entre dos edificios. Nadie recuerda cuándo abrió, ni quién fue el primero en entrar. Solo que desde hace décadas, don Elías, un hombre alto y silencioso de traje raído y sombrero oscuro, abre cada noche a las once en punto. Y que a las cinco de la mañana, cierra sin que nadie lo vea salir.
Nadie compra libros. Nadie los devuelve. Pero todas las semanas aparece una nueva pila en el mostrador, como si alguien los dejara mientras la ciudad duerme.
Una madrugada de otoño, Clara, una estudiante de Letras de la UBA, decidió investigar. Había escuchado historias en el café de la esquina, entre tostados tibios y cortados eternos. Decían que los que entraban buscando inspiración salían con los ojos vacíos… o no salían nunca.
Entró.
El timbre sonó con un chirrido más parecido a un lamento. Elías estaba sentado al fondo, iluminado por una lámpara de luz amarillenta. No levantó la vista, pero murmuró:
—Llegaste tarde. El libro ya te eligió.
Clara se detuvo. Algo olía a humedad, a tinta antigua… y a tango triste.
—¿Qué libro?
—El que habla cuando nadie escucha.
Ella lo vio entonces: sobre una mesa de roble ajado, un tomo encuadernado en cuero oscuro, con letras grabadas en dorado que se deshacían al mirarlas. No había título. Solo una mancha de algo rojo en la tapa.
Clara, hipnotizada, extendió la mano. Y cuando tocó el libro, escuchó una voz. Su propia voz.
No hablaba en presente. Contaba su historia como si ya estuviera escrita.
> “Clara Rivas, nacida en 2006, estudiante, curiosa, valiente, cruzó la puerta sabiendo que no debía. Y al leer, se convirtió en parte del relato…”
Trató de soltarlo. No pudo. Trató de gritar. No la oyeron.
Afuera, la ciudad seguía despierta, indiferente.
Esa mañana, una vecina dijo haber visto a don Elías cerrar la librería más temprano que de costumbre. Al día siguiente, sobre la mesa del fondo, apareció un nuevo libro, encuadernado con tapa clara. Nadie se animó a abrirlo.
Solo una línea escrita a mano decía:
> “El conocimiento exige un precio. Y ella lo pagó en cuotas de miedo.”
Hoy, si caminás por San Telmo de noche, y escuchás un susurro entre los ladrillos húmedos… no lo sigas. Y por nada del mundo, entres a una librería que no viste de día.
Porque los libros, en Buenos Aires, también escriben solos. Con sangre, a veces. Con almas, casi siempre.
𝙰𝚞𝚝𝚘𝚛𝚊: 𝙲𝚊𝚝𝚑𝚢