Hace mucho tiempo, cuando el universo aún era joven, el Sol y la Luna compartían el mismo cielo. Se amaban en silencio, robando instantes al amanecer y al ocaso, danzando al borde del horizonte. Pero su amor era imposible: el equilibrio cósmico exigía que uno iluminara el día y el otro velara la noche. Así, el universo los separó, condenándolos a mirarse desde lejos, eternamente.
Sin embargo, su amor fue más fuerte que el tiempo y las leyes celestiales. En secreto, en un rincón del cielo donde las estrellas guardaban sus secretos, el Sol y la Luna se encontraron una vez más. De ese encuentro rebelde, nació Eclipse, una hija de luz y sombra, fuego y calma.
Eclipse no pertenecía ni al día ni a la noche, sino a ese instante mágico en que ambos se rozan. Su presencia era rara y poderosa. Cuando aparecía en el cielo, el mundo se detenía: las aves enmudecían, las olas se aquietaban, y hasta el viento contenía la respiración.
Los dioses del universo, al enterarse de su existencia, temieron su poder. Eclipse podía unir lo que ellos habían separado, y eso desafiaba el orden. Quisieron ocultarla, esconderla tras velos de tiempo y espacio, pero Eclipse no se dejó encadenar. Creció fuerte, con el fuego del Sol en su alma y la sabiduría de la Luna en su corazón.
Hoy, cada vez que el Sol y la Luna logran reencontrarse brevemente en el cielo, Eclipse aparece. No como una señal de oscuridad, sino como un símbolo de amor indestructible. Su sombra no es amenaza, sino un abrazo: el abrazo de dos seres que, aunque separados por la eternidad, encontraron la manera de amar más allá de las estrellas.