Diez años después, el jardín seguía igual de silencioso, pero el limonero ya daba sombra. Su tronco era firme, sus ramas pesadas de fruto. A su alrededor, el mundo había cambiado, pero entre Elina y Adrián, todo lo esencial se había mantenido.
Ella llegó primero, con una cesta en las manos. Él vino después, con una manta doblada bajo el brazo. No hablaban demasiado últimamente. No hacía falta.
Se sentaron juntos, como tantas veces. No frente a frente, sino lado a lado. El viento traía el aroma de la fruta y el recuerdo de tantas estaciones pasadas.
—¿Recuerdas cuando no podíamos ni mirarnos? —preguntó Elina con una sonrisa nostálgica.
—Y ahora no puedo dejar de hacerlo —respondió él, sin apartar la mirada de su perfil.
Guardaron silencio. No porque no tuvieran nada que decir, sino porque lo habían dicho todo ya, a lo largo de los años, en palabras, en gestos, en la forma en que se elegían cada mañana.
Una niña salió corriendo de la casa hacia ellos, el cabello revuelto, la risa clara. Llevaba un dibujo en las manos. “¡Mamá, papá! ¡Miren lo que hice!”
Elina la alzó en brazos. Adrián acarició su cabello.
—Tiene tus ojos —dijo él.
—Y tu testarudez —dijo ella.
Y los tres rieron bajo el limonero. Porque a veces, incluso los matrimonios más rotos pueden florecer, si se siembran con verdad y se riegan con elección.