Compartieron una habitación demasiado grande, demasiado fría. Elina se sentó en la orilla de la cama mientras Adrián se desabrochaba el cuello de la camisa en silencio. Nadie dijo nada. No hubo caricias, ni siquiera un intento. Solo dos desconocidos respirando el mismo aire, separados en un abismo.
La mañana llegó con una bandeja de plata y formalidades. Pan recién horneado, café humeante. Fingieron comer, fingieron hablar. “Dormiste bien”, dijo él. “Sí”, mintió ella. Las paredes oían, siempre oían.
Elina empezó a escribirle cartas a sí misma. Las escondía entre los pliegues de un libro viejo. Le hablaba a la niña que soñaba con amor, con libertad. A veces lloraba al escribir. Otras, solo apretaba el lápiz hasta romper la punta.