Elina caminaba con pasos mecánicos, la mirada fija en el largo pasillo alfombrado de rojo que la separaba del altar. Las flores blancas a los lados no le parecían alegres, sino fúnebres. Como si cada una hubiese sido cortada para asistir a su entierro.
Los invitados sonreían, ajenos o indiferentes. Algunos incluso murmuraban lo afortunada que era. Pero todo le sonaba hueco, como si el mundo hubiese perdido su sonido original.
Al llegar al altar, el sacerdote los miró con una sonrisa ensayada.
—¿Vienes por tu propia voluntad? —preguntó con voz solemne.
Elina no respondió de inmediato. Sintió la mano de Adrián en su espalda, leve, sin presión. Un gesto vacío o quizás una pregunta muda.
—Sí —dijo al fin, pero su voz era una piedra lanzada al fondo de un pozo.
Los anillos fueron fríos en sus dedos. Cuando los declararon marido y mujer, el aplauso fue fuerte… pero a ella le pareció el sonido de un portón cerrándose.