Elina se miró en el espejo, enfundada en un vestido blanco como una luna muda. Las costureras revoloteaban a su alrededor, murmurando elogios y ajustando encajes, pero ella apenas respiraba.
El tul le rozaba la piel como una red invisible. El corsé, apretado, parecía contener no solo su cuerpo, sino todo el grito que se negaba a liberar.
—Estás hermosa —dijo su madre, entrando por detrás.
Ella no respondió. Se preguntaba si belleza y prisión podían caber en la misma frase.
En la tela había flores bordadas, pero ni una sola le parecía viva. Pensó que si ese vestido era símbolo de pureza, entonces era el disfraz más cruel del mundo.
Esa noche, dobló con cuidado los guantes de encaje. No porque le importaran, sino porque aún le quedaban pequeños actos de dignidad.