César había perdido la cuenta de los tragos cuando todo se volvió oscuro. No supo en qué momento su cuerpo se desplomó ni quién lo recogió. Solo despertó en una habitación desconocida, tumbado en una cama ajena, con las muñecas atadas y la ropa apenas cubriéndole. Su cabeza daba vueltas, y un escalofrío le recorrió la espalda al notar la vulnerabilidad de su situación.
Frente a él, un hombre delgado, de cabello oscuro y sonrisa nerviosa, lo observaba con atención. Vestía ropa sencilla, pero sus ojos brillaban con una intensidad inquietante.
—Hola —dijo el desconocido, su voz suave como un susurro—. Me llamo Jim.
César intentó moverse, pero las ataduras eran firmes. Su corazón latía con fuerza mientras una sensación de alarma se apoderaba de él.
—No tienes que asustarte —continuó Jim, acercándose unos pasos—. No voy a hacerte daño... solo... —se detuvo, como buscando las palabras correctas—, solo quería estar contigo. Siempre te he deseado.
César lo miró con incredulidad, tratando de entender cómo había llegado a esa situación. La combinación del alcohol y la confusión nublaba su juicio, pero algo en el tono de Jim le ponía los pelos de punta.
—Déjame ir —gruñó, tensando los brazos.
Jim inclinó la cabeza, observándolo como si evaluara una obra de arte. Su sonrisa se ensanchó, mezclando nerviosismo con una emoción peligrosa.
—No todavía —susurró, como si fuera un secreto solo entre ellos.
César forcejeó con todas sus fuerzas, pero las ataduras apenas cedían. La náusea le subió a la garganta al ver cómo Jim, sin vergüenza alguna, comenzaba a desnudarse frente a él, dejando caer cada prenda lentamente, como si disfrutara del espectáculo que estaba creando.
—No... —gruñó César, revolviéndose en la cama, su rostro retorcido de asco.
Jim sonrió, una expresión inquietante que mezclaba dulzura y obsesión. Sin prisa, subió a la cama y se acomodó sobre César, quien se tensó de inmediato al sentir el peso ajeno aplastarlo, cada centímetro de contacto era una tortura que le hacía hervir la sangre.
—Tranquilo... solo déjate llevar —murmuró Jim, deslizándose contra su cuerpo.
César apretó los dientes, resistiendo el impulso de vomitar, cada roce provocándole una repulsión visceral. Sin embargo, algo empezó a cambiar. A pesar de su asco, su cuerpo reaccionaba de forma traicionera. Cada movimiento de Jim, cada leve gemido de satisfacción, se colaban bajo su piel, arrancándole escalofríos inesperados.
Era humillante.
Era aterrador.
Y, aún así, una parte de él comenzaba a ceder, a responder a esos estímulos que no podía controlar. Su respiración se volvió más pesada. Sentía el calor del cuerpo de Jim envolviéndolo, la fricción despertando sensaciones prohibidas.
César cerró los ojos, odiándose en silencio mientras luchaba contra su propio cuerpo, mientras Jim, arriba de él, continuaba con movimientos cada vez más lentos y provocativos, disfrutando del efecto que tenía sobre su prisionero.
César, en un arranque de rabia y desesperación, tensó los brazos con fuerza hasta que sintió que una de las ataduras cedía. El cuero se resquebrajó entre sus dedos entumecidos. Sin perder tiempo, liberó su otra muñeca y, en lugar de huir, sus ojos se clavaron en Jim con una intensidad feroz.
Jim apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando César lo agarró y, con un movimiento brusco, lo volteó sobre la cama. El cuerpo delgado de Jim quedó debajo del suyo, expuesto, temblando, pero con una sonrisa expectante en los labios.
—¿Eso era lo que querías? —gruñó César, su voz ronca, cargada de rabia y deseo reprimido.
Jim asintió, jadeando, los ojos brillando de anticipación.
Algo salvaje estalló dentro de César. Lo deseaba ahora, no con ternura, no con delicadeza, sino con fuerza, con la necesidad de someterlo, de escuchar cada gemido, cada suplica, cada sollozo de placer desgarrándole la garganta. Quería verlo perder el control, hacerlo rogar por más hasta quebrarlo.
Se lanzó sobre él, sus bocas chocando con violencia, mordiendo, reclamando. Jim gemía bajo su toque áspero, estremeciéndose cuando las manos de César recorrieron su cuerpo sin piedad, marcándolo, reclamándolo.
Cada sonido que escapaba de Jim alimentaba su hambre. No era suficiente. Lo quería gritando su nombre, llorando de éxtasis bajo él.
Y en el fondo, César lo sabía: ya no se trataba de odio.
Era deseo puro.
César respiraba con fuerza, su mente nublada por una mezcla de sensaciones encontradas. Lo que había comenzado como repulsión se había transformado en algo más complicado, algo que ya no podía ignorar. Los gemidos de Jim, su aliento entrecortado, lo mantenían alerta, impulsando su cuerpo a actuar sin pensarlo.
Con un gesto rápido, César sujetó con firmeza los brazos de Jim, inmovilizándolo, pero de alguna forma, en su fuerza, había algo de… deseo. Algo que se escondía bajo la capa de furia que había intentado mantener. El cuerpo de Jim bajo el suyo era un recordatorio constante de la situación, de su propio control, de lo que ambos estaban creando en ese momento.
—¿Lo quieres? —preguntó César, su voz ronca, apenas un susurro cargado de un poder que nunca había reconocido en sí mismo. Quería ver hasta dónde llegaría Jim, cómo respondería a su desafío.
Jim, respirando con dificultad, levantó la cabeza, su mirada ardiente.
—Sí... —dijo, su voz temblorosa pero llena de deseo—. Hazlo.
Esas palabras fueron como una señal, un permiso, algo que desencadenó una parte oscura dentro de César. Su cuerpo se movió con determinación, no con la suavidad de un amante, sino con la urgencia de alguien que necesitaba marcar su territorio. La interacción era un juego peligroso, una batalla de voluntades.
César no quería simplemente tenerlo; quería verlo perderse, queriendo más, rogando por más, queriendo que el control le perteneciera a él por completo.
El silencio entre ellos se rompió solo por los suspiros y los susurros entrecortados de Jim, cada vez más profundos, cada vez más… rendidos.
César, empapado en sudor, sentía cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba, como si estuviera al borde de un abismo. Las sensaciones que antes le resultaban repulsivas ahora lo consumían, envolviéndolo en una mezcla de furia y deseo imposible de ignorar. Su respiración era errática, su mente cada vez más nublada, pero no podía detenerse. Algo en su interior lo impulsaba a seguir, a probar los límites, a no ceder ante el cansancio o la vulnerabilidad que le atenazaba el pecho.
Jim, debajo de él, gemía suavemente, incapaz de controlar las sacudidas de su cuerpo ante cada movimiento que César realizaba. Era evidente que ya no podía más, su respiración se hacía más pesada, su cuerpo temblaba ante el esfuerzo de mantenerse en esa misma posición, pero, por alguna razón, César no quería detenerse.
La necesidad de control, de someter, seguía presente en cada uno de sus movimientos. La pasión que había nacido en medio de la confusión lo mantenía en un estado de tensión casi insoportable, como si todo lo que había hecho hasta ahora tuviera que culminar de una forma definitiva.
Y finalmente, alcanzó ese punto. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, como si toda la energía contenida en él estallara en una explosión incontrolable. Su respiración se cortó un momento, el placer tan intenso que lo hizo cerrar los ojos y dejarse llevar por completo.
Sin embargo, en cuanto la oleada de sensaciones se calmó, César no se separó de Jim. Su cuerpo seguía presionando contra el de él, inmovilizando a su víctima, como si quisiera seguir allí, mantener la conexión, continuar con la sensación de dominio que lo había consumido por completo.
Jim, aún jadeante, levantó la cabeza, mirando a César con una mezcla de agotamiento y una inesperada sumisión. El silencio que llenaba la habitación era denso, cargado de algo que ninguno de los dos sabía cómo manejar.
César, aunque algo fatigado, seguía respirando con dificultad. Miró a Jim con una extraña mezcla de triunfalismo y algo más, algo que no quería admitir, pero que sentía claramente en su interior. No podía negar que había disfrutado de la sensación de poder, pero ahora, frente a él, todo parecía más ambiguo. Había llegado al clímax, sí, pero las emociones seguían agitándose en su pecho.
Los ojos de César se encontraron con los de Jim, quienes brillaban con una intensidad diferente ahora. Ya no había palabras entre ellos, solo una pesada quietud que parecía envolverlo todo.