Ella lo empujó hacia la cama con una presión leve sobre su pecho. No fue ruda, fue firme. Como si le dijera sin decir nada: déjate llevar. Se sentó sobre él con una gracia casi etérea, su piel desnuda rozando la suya. Su cabello caía en cascada sobre sus hombros, rozando su rostro. Lo miraba con esos ojos que no pedían permiso, que simplemente observaban. Lo tocaba con calma, explorando su cuerpo sin apuro, con una atención que lo desarmaba.
Alexander estaba perdiendo el aliento. No entendía por qué no podía controlarse. Él, que siempre había sido dueño de cada situación, ahora estaba a merced de ella.
Hasta que algo en él cambió.
Cuando Elise deslizó sus labios por su cuello—siempre evitando los labios—cuando su cuerpo se movió sobre él con una cadencia lenta y experta, algo se rompió dentro de Alexander. No podía soportarlo. No podía seguir siendo el espectador de su propia noche. De pronto, la necesidad de afirmarse, de marcar un territorio que ni sabía que existía, emergió desde sus entrañas.
La tomó con fuerza—sin violencia, pero con determinación—la giró, invirtiendo los papeles. Fue él quien la dominó después, con caricias intensas, con manos temblorosas de deseo. No era solo pasión. Era rabia contenida, una súplica muda por algo que no entendía del todo. Por primera vez, Alexander no deseaba solo el cuerpo de una mujer. Quería más. Quería que ella lo mirara con deseo auténtico. Que lo eligiera.