Ella se fue de este mundo hace un año y tres meses, dejándome un vacío tan profundo como una espina clavada bajo la piel, como ese aire que se te escapa cuando intentás llorar pero no podés, porque estás tan llena de todo que terminás vacía.
No solo se fue su cuerpo cuando partió. Se llevó también mi lugar. Las costumbres. El orden que teníamos sin darnos cuenta de que era un orden. Dejó un hueco en la mesa, pero también en mí.
Como en muchas otras casas latinas, en la mía todo gira en torno a una jerarquía que nadie dice en voz alta, pero que todes sabemos que existe. Ella solía estar ahí para equilibrar, para poner límites cuando algo se desbordaba, para defenderme incluso de lo que yo no sabía que me hacía daño. Pero todo se reacomodó sin preguntarme nada después de su partida.
Mi tía ocupó su lugar a mi izquierda en la mesa.
Mi mamá se instaló en su cuarto.
Y yo… fui echada.
Vaciaron la habitación —el único lugar que aún olía a Ella—. Sus pertenencias desaparecieron como si hubieran querido borrar todo rastro de su vida, como si nunca hubieran estado. Y en su lugar entraron las cosas de mi madre: ropa, perfumes, muebles nuevos. Como si yo fuera una visita que estorbaba en ese nuevo entorno. Sin ventanas y sin voz, me mandaron al cuarto de al lado, ese que huele a humedad y a abandono. Porque sin Ella yo ya no tenía voz. Nadie me prestaba atención. Nadie me defendía. Nadie me preguntaba si estaba bien.
Desde ese día todo se sintió raro. Incompleto. Como si el tiempo siguiera corriendo pero mi reloj se hubiera detenido.
Ese día en particular, regresé del colegio a la una de la tarde. Tiré la mochila en el sillón —ese que ahora nadie usaba pero que aún conservaba su forma—, saludé con un “hola” sin ganas y me fui directo a mi habitación, la nueva, la que nunca sentí como propia. Cerré la puerta, me saqué los zapatos y me dejé caer en la cama.
Dormí.
Pero el sueño no fue un descanso.
Fue un golpe.
Un recuerdo.
En el sueño todo era tan familiar que dolía.
La mesa del comedor, la televisión encendida de fondo con ese murmullo de noticiero o programa cualquiera que ya nadie mira, los platos aún vacíos esperando a ser servidos, y el aire… ese aire denso y cargado, como si el pasado y el presente se apretujaran en la misma habitación.
Yo caminaba hacia mi lugar con un plato caliente en las manos. Me reconocía en mis movimientos, pero algo no encajaba. Como si mis piernas supieran a dónde ir, pero mi mente aún dudara de estar ahí. Me detuve apenas al costado del sillón.
Y entonces la vi.
Ella estaba sentada donde siempre se sentaba. En su sillón. El de las tardes largas con la tele de fondo. El de las risas. El de los silencios compartidos.
Pero esta vez no estaba despierta.
Estaba desmayada.
Inmóvil.
Y aun así, la veía tan nítida como nunca desde que se fue. Sus facciones, sus manos, su postura. Todo era exacto. Como si el sueño me hubiese devuelto lo que la memoria ya no podía sostener.
Mi corazón empezó a latir distinto.
No de miedo.
De reconocimiento. De dolor.
Y de algo parecido al alivio, como cuando volvés a ver una cara que creías perdida.
Al frente de Ella estaban mi mamá y mi abuela, conversando sobre algo que no entendía del todo. Alcancé a escuchar la palabra "la foto", pero el resto se perdía en una especie de eco. Como si hablaran desde muy lejos, como si sus voces no quisieran alcanzarme.
Yo, en cambio, no decía nada. No podía.
Mis ojos no se despegaban de Ella.
Fui hasta mi lugar. Me senté, lentamente. A mi alrededor, todo seguía su curso. Mi tía hablaba con alguien sobre una receta. Mi primo reía por algo en el celular. El mundo seguía, pero yo ya no formaba parte.
Entonces, del rabillo del ojo, algo se movió.
Ella.
Ya no estaba desmayada.
Estaba… levitando.
Su piel había comenzado a volverse azulada, y su cuerpo entero era ahora una silueta translúcida, como un reflejo, en el agua. Flotaba frente a mi mamá y mi abuela, como si buscara decir algo, o quizás simplemente estar.
Y sin embargo, nadie reaccionaba.
Ni un grito.
Ni una mirada.
Nadie parecía notar que había un fantasma en la sala.
Yo sí.
Yo la veía.
Yo la reconocía.
Yo quería llorar pero no podía.
Como si ese momento exigiera un respeto absoluto. Como si romper el silencio la hiciera desaparecer.
Y ahí terminó.
Porque abrí los ojos.
Desperté de golpe.
La habitación seguía siendo la misma: paredes apagadas, la humedad en las esquinas, la ventana chiquita que nunca abría bien.
Yo estaba empapada en sudor.
Con lágrimas resbalando por mi cara.
Con la respiración entrecortada.
Y con una pregunta que no podía dejar de hacerme:
¿Fue un sueño?
¿O una pesadilla?
¿Qué es esto que me dejó una sensación amarga en la boca y un vacío aún más grande del que ya tenía en mi corazón?