Helena despertó temblando. No de frío… sino por el eco de una presencia que no era la de Damián. Había algo más en el cuarto. Lo sentía. Como una sombra que respiraba a sus espaldas.
Se levantó, envuelta en una bata de terciopelo negro. La chimenea aún ardía, pero la habitación olía distinto. Como a azufre… y a celos.
—¿Damián? —llamó, pero nadie respondió.
El espejo del cuarto vibró. No como si algo lo golpeara… sino como si la realidad detrás de él se agitara.
Y entonces, lo vio.
Una mujer. Pálida como la luna, con ojos negros y labios del color del vino derramado. Estaba dentro del espejo, observándola. Sonriendo.
—No perteneces a este lugar —dijo con una voz que no era voz, sino pensamiento puro.
Helena retrocedió, pero la mujer extendió la mano dentro del cristal, tocando su reflejo.
—Él fue mío primero. Él me prometió la eternidad… y ahora te la ofrece a ti. No lo permitiré.
La visión se desvaneció justo cuando Damián entró con el ceño fruncido, sin aliento, como si hubiera corrido desde lo más profundo del castillo.
—La sentiste… —murmuró—. Ella sabe que estás aquí.
—¿Quién es ella? ¿Qué quiere?
Damián la abrazó, pero sus brazos temblaban.
—Mi castigo. Mi primer pecado. Mi maldición. Fue mi esposa… antes de que la oscuridad nos reclamara.
Helena lo apartó con una mezcla de rabia y deseo.
—¿A cuántas más has convertido?
Él la miró, la tomó del rostro con una ternura que contrastaba con todo su aura oscura.
—Ninguna como tú. Tú no eres sólo carne… eres fuego. Estás despertando algo en mí que había enterrado siglos atrás.
Entonces, sus labios la atraparon. No hubo palabras, solo piel, respiración agitada y manos que buscaban redención en la lujuria.
Pero esta vez fue diferente.
Mientras él la poseía en la oscuridad del cuarto, mientras su cuerpo se arqueaba bajo el suyo, Helena sintió algo más. Poder. Como si algo se abriera dentro de ella. Algo antiguo. Algo salvaje.
Y él también lo notó.
—Dioses… Helena… ¿qué eres tú?
Ella lo miró, con los ojos brillando en rojo por un instante. Una chispa se encendía. Algo más que humana… algo más que oscuridad.
—No lo sé… pero quiero más.
Y al otro lado del espejo, la mujer de los labios de vino sonrió con crueldad.
Porque sabía que el juego apenas comenzaba.