La lluvia golpeaba con fuerza los ventanales del antiguo castillo, oculto en las montañas. Helena había llegado allí escapando de algo... o de alguien. No sabía si el destino la había traído o si había sido arrastrada por la atracción que sentía por lo prohibido.
El castillo pertenecía a Damián Valtor, un aristócrata maldito por la eternidad. Nadie hablaba de él sin bajar la voz. Decían que vendió su alma por amor… y que cuando la perdió, se convirtió en algo más que humano.
Helena lo conoció la primera noche. Alto, de ojos negros como tinta fresca y una voz que parecía susurrarle directamente al alma. Era frío, distante... pero sus miradas ardían como brasas.
—No deberías estar aquí —le dijo él, en su tono grave—. Este lugar no es seguro para una mujer como tú.
—¿Y qué tipo de mujer crees que soy? —respondió, acercándose a él, sin miedo.
Él no respondió. Solo la observó, con una intensidad que la desnudaba sin tocarla.
Las noches pasaron, y con cada día que Helena pasaba en el castillo, los límites se difuminaban. Una noche, ella lo siguió por los pasillos oscuros hasta una sala escondida, donde descubrió un altar antiguo, con símbolos que vibraban en el aire como si tuvieran vida propia.
—¿Qué eres? —susurró, al ver sus ojos brillar en la oscuridad.
—Lo que tú despiertas en mí… es peligroso, Helena.
Ella se acercó, y sin pensarlo, lo besó. Fue un beso salvaje, roto por la necesidad contenida durante siglos. Sus manos la tomaron con fuerza, como si no pudiera evitarlo más. La empujó contra las piedras frías de la pared, y la noche los envolvió.
Su piel ardía al contacto con la de él. Era como tocar el fuego, pero no quería detenerse. Garras invisibles le desgarraban el alma, pero también la hacían sentir más viva que nunca. Era oscuro. Era intenso. Era adictivo.
Y cuando él la tomó, entre susurros en una lengua olvidada, Helena supo que ya no había marcha atrás.
Había hecho un pacto sin saberlo.
Y en sus brazos, estaba dispuesta a arder.