Recorrió el jardín del palacio alejándose de todo el bullicio de la fiesta. Odiaba ver a su prometido en ese lugar, odiaba tener que ver a Anne como la sirvienta que no debería ser. Se sentó en el pretil del pequeño puente que adornaba el lago artificial del jardín, las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas. No comprendía cómo su padre era capaz de ignorar sus deseos, ella quería a Anne. Tampoco quería casarse, todavía se sentía una niña, todavía no se sentía preparada para el matrimonio y mucho menos para engendrar hijos con un hombre que había visto cuatro veces en la vida, incluyendo esa noche. Miró el agua, que en esa noche se veía negra, con el único punto de luz que era la luna sobre su cabeza. Las lágrimas empañaron de nuevo su visión, no podía dejar de llorar, pero no quería hacerlo, era lo único en lo que podía tener el control ahora; en lo único que su padre no podía decidir. Una brisa fresca le despeinó el cabello que Anne había estado horas arreglando para aquella noche, para hacerla ver bonita, para que se sintiera así, como la princesa que era, pero ahora se sentía como una moneda de cambio, así la veía su padre: como la forma de pagar por el poder y las tierras que iba a ganar con su unión. Se inclinó un poco más, la oscuridad del agua la llamaba, pensó que sería su escape. Se giró hacia el palacio, las luces lo hacían resplandecer en la noche. Entonces, tomó la decisión, iba a desaparecer en la oscuridad sin que su padre o alguien más pudiera evitarlo. Cerró los ojos unos segundos dedicándole unas palabras de amor a Anne, a quien vería del otro lado algún día. Giró sus piernas en dirección al agua, desgarrando y ensuciando su hermoso vestido. Volvió a pensar en Anne, pero no se detuvo, cerró con más fuerza los ojos y dejó que la oscuridad la absorbiera, que la llevara a sus profundidades, que la ahogara.