Hay una casa abandonada en las afueras del pueblo. Nadie la quiere cerca. Nadie habla de ella. Dicen que si entras y das 32 pasos exactos… ya no sales igual. Algunos dicen que no sales en absoluto.
Tomás, Raúl y yo éramos idiotas con sed de adrenalina. Fuimos una noche, riéndonos. Cámara en mano, grabando todo para subirlo a redes. Era solo una casa podrida. Polvo, muebles rotos, olor a humedad y metal viejo. Pero al llegar a la escalera… todo cambió.
Los escalones estaban húmedos. No con agua. Con algo espeso. Oscuro. Como sangre seca mezclada con aceite. La casa ya no sonaba igual. Las paredes respiraban.
Raúl fue el primero en decirlo:
—Vamos contando los pasos, a ver qué pasa, ¿no?
Riendo, empezamos a contar: uno… dos… tres…
En el paso veintitrés, las luces parpadearon, aunque no había electricidad.
En el paso veintisiete, oímos un grito… provenía de la garganta de Raúl, pero su boca estaba cerrada.
En el paso treinta y uno, Tomás se cayó al suelo. Algo lo había agarrado del tobillo.
El paso treinta y dos… fue mío.
Entonces lo vi.
Una criatura sin piel. Como un hombre, pero con los músculos expuestos, respirando con esfuerzo, los ojos cubiertos de una membrana transparente. Me sonrió. Tomás gritaba, pero algo le cosía la boca en tiempo real con alambre oxidado. Raúl se retorcía en el suelo mientras su abdomen se abría solo, sin cuchillos. Como si la casa lo conociera por dentro.
Quise correr, pero el piso se volvió carne, latía bajo mis pies. Me hundía en ella. La criatura me dijo, con una voz que sonaba como cuchillas arrastrándose:
—"No hay vuelta atrás después del paso treinta y dos."
La cámara grabó todo. La policía la encontró días después, afuera de la casa, pero nadie encontró nuestros cuerpos. Solo restos. Dientes. Trozos de piel. Un ojo. Y las marcas de 32 pasos en el piso, con sangre fresca en cada uno.
Y tú, que estás leyendo esto… si alguna vez sientes curiosidad por saber qué hay más allá del último paso… da el primero.
Nos vemos pronto.