Sofía se despertó con el sonido de su teléfono vibrando. Diez llamadas perdidas de mamá.
Frunció el ceño. Ninguna era normal. Suspensó con fastidio, pensando que seguro era otra de sus crisis. Últimamente, su madre se quejaba demasiado de la soledad, de lo vacía que se sentía la casa desde que su esposo había muerto y Sofía se había mudado.
—Luego la llamo —murmuró, dejando el teléfono a un lado.
La rutina la absorbió. Trabajo, reuniones, redes sociales. El día pasó sin que se detuviera a devolverle la llamada. Fue hasta la noche, cuando estaba a punto de acostarse, que revisó su teléfono y vio un nuevo mensaje de su madre.
"Perdóname, hija. Sé feliz."
Un escalofrío le recorrió la espalda. Algo dentro de ella le gritó que algo estaba mal.
Marcó de inmediato, pero nadie respondió. Llamamo de nuevo, y otra vez. Nada.
La angustia la consumió. Tomó las llaves y condujo apresurada hasta la casa de su madre. Al llegar, vio la puerta entreabierta. Su corazón martilleó en su pecho. Entró con el miedo latiendo en sus venas.
-¿Mamá?
El silencio fue la única respuesta.
La encontré en el sofá. Inmóvil. Pálida. Una botella de pastillas vacía descansaba en la mesa junto a una foto de ambas, de cuando Sofía era niña.
El grito de Sofía rompió la quietud de la noche.
Se arrodilló junto a ella, sacudiéndola, suplicándole que despertara. Pero su piel estaba fría. Demasiado frío.
Temblando, con lágrimas empañando su visión, tomó su teléfono y revisó los mensajes anteriores
"Hija, ¿puedo verde hoy?"
"Te extraño. ¿Cuándo vienes?"
"Me siento sola..."
Mensajes que nunca respondieron. Mensajes que pensaban que podían esperar.
El dolor la atravesó como un cuchillo.
Recordó todas las veces que le dijo:
"Luego hablamos, mamá".
"Estoy ocupado."
"Te llamo después."
Pero el después nunca llegó.
Se abrazó a su madre, deseando que el tiempo pudiera retroceder. Pero algunas oportunidades, cuando se pierden, nunca vuelven.