Cuando me secuestraron, pensé en todas las maneras en que podría escapar. Grité, pataleé, incluso intenté sobornar a mi captor con mi tarjeta de crédito, hasta que él me miró, incrédulo.
—Señorita, si pudiera usar tarjetas, ¿cree que andaría secuestrando gente?
Teníamos un punto en común: la falta de dinero.
Con el tiempo, mi celda pasó de ser un sótano oscuro a un departamento con wifi. Descubrí que mi secuestrador era bastante decente. Cocinaba mejor que yo, tenía una risa simpática y, para ser honesta, me trataba mejor que algunos de mis exnovios.
—¿Y si mejor fingimos que esto es un secuestro y nos saltamos la parte del rescate? —le dije un día, entre risas.
Él me miró. Yo lo miré. Y en menos de un año, firmamos un contrato… aunque esta vez, no de rescate, sino de matrimonio.
Mi madre aún no sabe si felicitarme o llamar a la policía.